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¿Cansado de la política? Epicuro, Camus y san Bruno te ayudarán, por Miguel Ángel Quintana Paz

by Marko Florentino
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No sé si usted, amigo lector, las tendrá contadas. Pero los españoles llevamos, durante poco más de un año, nada menos que siete citas electorales consecutivas. Hemos tenido elecciones municipales, autonómicas, generales, gallegas, vascas, catalanas y europeas. Súmesele que muchos vivimos los comicios argentinos de otoño como algo también muy nuestro. Añádase que el Congreso de los Diputados salido del pasado 23 de julio es cualquier cosa menos tranquilizador. Y entonces la conclusión será sencilla: si usted siente cierta fatiga política, poco sorprendente resultará.

Al cansancio se le adjunta la frustración que cunde de uno a otro extremo del espectro ideológico. El antes amenazante Podemos sobrevive con apenas dos eurodiputadas: del personalismo de Pablo Iglesias hemos pasado al de su mujer, un poco como de Juan Domingo Perón se pasó a Isabelita. La esperanza glamurosa de la ultraizquierda, el Sumar de Yolanda Díaz, ha abandonado las esperanzas, el glamur y a Yolanda. El PSOE ha perdido ayuntamientos, autonomías y su primer puesto en número de diputados y eurodiputados; cierto es que sobrevive Pedro Sánchez como presidente del Gobierno, pero hubo un tiempo en que los partidos eran algo más que su mandamás.

Por los territorios de la no izquierda tampoco bulle el jolgorio. Ciudadanos ha fallecido y nuestra reacción ha consistido, sobre todo, en un «Ah, pero ¿aún vivía?». El PP sigue sin recuperarse de no haber conseguido el gobierno de la nación: según su mentalidad turnista, ¡ya le tocaba sustituir al PSOE! Buscando culpables, ha decidido no analizarse a sí mismo, ni sus elogios electorales al «PSOE bueno», ni el argumento subyacente a esos elogios («Votadme a mí porque, ¡por desgracia!, ya no podéis votar al PSOE»). Ha preferido culpar de todo problema «a la ultraderecha» —que, paradójicamente, también es su solución para poder gobernar en muchas de las instituciones donde gobierna—. Por su parte, esa presunta ultraderecha tampoco camina exultante: sus partidarios suelen ser amantes de las emociones fuertes, y el calmo acceso a múltiples gobiernos municipales o autonómicos apenas sosiega sus ansias más aventureras.

Se diría, pues, que estamos cansados, sí, pero no con ese agotamiento que sobreviene tras un alto logro, como cuando escalas una alta montaña y la vista te consuela; como cuando corres una carrera y el sillón luego te abraza. Estamos cansados más bien como Sísifo, o como un Sísifo rodeado de otros muchos Sísifos. Miramos alrededor y solo vemos seres absurdos empeñados en subir una piedra por una pendiente que siempre les traiciona. Apartamos la mirada de estos, la volvemos a nuestras manos, y vemos en ella una roca muy similar a la de ellos, los absurdos.

Estamos exhaustos más en el alma que en el cuerpo. Y, en semejante situación, nos caben tres salidas principales. Podríamos llamarlas la solución de Epicuro, la solución de Camus y la solución de san Bruno. Barajemos las tres.

La solución de Epicuro: el jardín

Esta es, en apariencia, la más lógica de nuestras opciones, si tan agotados estamos. Su nombre viene del antiguo filósofo que vivió entre los siglos IV y III a.C., es decir, cuando Alejandro Magno acababa de globalizar por primera vez a los griegos. El centro de poder se había alejado, por tanto, de cada ciudad y conciudadanos. Cualquiera podía comprobar cuán perjudicial era para su felicidad eso de embargarse en avatares políticos que, a la postre, nos quedan siempre demasiado grandes.

¿Estás cansado?, te preguntaría entonces Epicuro. Abandónalo todo, te respondería raudo. Deja de preocuparte de tu ciudad, tu patria, tu mundo. El orbe es muy complicado y tú muy pequeño: ni siquiera estás subiendo por la pendiente la roca de Sísifo; eres tan ridículo que solo te afanas en subir un granito de arena una y otra vez.

Búscate más bien unos amigos, un jardín apartado, unas cuantas conversaciones agradables; esa es toda la felicidad que en la tierra te cabe. Ni siquiera te enredes demasiado en amoríos: el amor a los humanos, como el amor a la patria (¿no son, al cabo, el mismo?), te acarreará demasiados sinsabores al fin y al cabo. Amigos en vez de amantes; el jardín de tu chalet en lugar de la selva mundana; charlas amigables en vez de debatir contra los malvados; esa es la clave del placer.

Es innegable el atractivo de esta opción antipolítica. A fuer de sinceros, a mí mismo no me importaría pasar unos cuantos días disfrutando de la hospitalidad de Epicuro, a la sombra de sus parras, en compañía de su pandilla. Creo que me vestiría con una túnica incluso.

«¿Quién me asegura que el caos del mundo circundante no se cuele al final por la verja que nos rodea?»

Ahora bien, si esta salida no acaba de convencerme no es por ascetismo mío, ni por sentido del deber alguno; es solo por una mínima previsión. Estaré en mi jardín y con los míos, pero ¿quién me asegura que el caos del mundo circundante no se cuele al final por la verja que nos rodea?

La gente idiota y burguesita cree que, si no te buscas enemigos, entonces no los tendrás nunca. Pero muchos polacos estaban tan tranquilos en su jardín el 31 de agosto de 1939 y, al día siguiente, tenían una bota nazi pisoteándoles las grosellas, tan bonitas como se les criaban. Otros padres, en este caso españoles, disfrutaban hace poco tranquilitos en su jardín jugando con sus críos al escondite; hasta que el año pasado nuestro Parlamento aprobó leyes que liberaban a abusadores de infantes, o que permitían que a su hijo Pedro de 8 años empezaran a llamarlo Vanesa en el cole. Y la tranquilidad se enturbió.

La lección es siempre la misma: cuando te proteges tú solo, nunca estarás lo bastante protegido; lo que crees que es hoy tu refugio, mañana puede ser un calabozo, donde los malos saben fijo que te encontrarán.

Así que tomémonos a Epicuro, el que apostaba solo por los placeres efímeros, como un placer solo efímero. Charla con tus camaradas, cultiva grosellas, olvida la política mientras pica el sol y canta la cigarra. Pero no te quedes ahí enclaustrado, antipolítico, como las grosellas orondas o las cigarras cantantes. Pues llegarán un día los pájaros que, como a ellas, te picotearán también.

La solución de Camus: el trajín

Nadie ha escrito sobre el mito de Sísifo, o sobre esos Sísifos que todos somos, como lo hiciera Albert Camus allá por 1942. Contemplaba este filósofo francés nuestras vidas enteras como esfuerzos repetidos por conseguir cosas también repetidas. Y fútiles. Te afanas en esto o aquello, pero incluso en el azaroso caso de que triunfes, acabará olvidándose. No hay victoria que sea la victoria final. Tú mismo terminarás, antes o después, olvidado. ¿Por qué seguir, pues, luchando; qué diferencia hay entre morir ahora o dentro de unos años?

Trabajas por mor de algunas satisfacciones; tus satisfacciones te animan a seguir vivo; sigues vivo para así poder seguir trabajando. El círculo es absurdo dé una o dé quinientas vueltas. Es absurdo y cansado. «No hay sino un problema filosófico realmente serio», empezaba Camus su texto, «y ese problema es el suicidio», aseveraba. ¿Qué sentido tiene estar vivo, afanarse, perseverar?

Camus se atrevía a responder a esta pregunta. Pero no porque hubiese encontrado el sentido de la vida, ni cosa alguna parecida: como existencialista que era, desconfiaba de cualquier elemento que diera sentido absoluto a nuestra poco absoluta existencia. Camus pensaba, más bien, que atraparíamos un buen motivo para seguir adelante si nos acostumbrábamos, en primer lugar, a vernos absurdos. Si aprendíamos, luego, a disfrutarlo. Y si aceptábamos, en tercer lugar, los pequeños placeres momentáneos: esa roca que por fin llega a la cumbre de la montaña, ese paisaje que se vislumbra entre las nubes. Aunque solo sea durante esos pocos segundos que tardará la roca en precipitarse de nuevo al vacío y entonces nuestros pies, y nuestro ánimo, deban descender de nuevo montaña abajo. A recuperarla.

La solución de Camus, pues, aprende del donjuán que disfruta cada conquista, aun sabiendo que ese amor tan volátil llega como pronto volará. Su solución es vivir tal que un actor que se entrega de lleno al papel de su comedia, aun sabiendo que dentro de dos horas la función habrá acabado.

«Camus nos aconsejó sumergirnos de cabeza en la acción, pero con igual meta: el olvido»

«Seguid adelante, pues», nos diría Camus a nosotros, los que estamos cansados de la política; «seguid adelante y aceptad que eso es todo lo que tenéis por delante; que si ahora estáis cansados, en otro rato disfrutaréis más la cosa; que cuando disfrutéis la cosa, una voz interna os recordará que no durará mucho tiempo; que eso justo será el acicate para lanzaros de nuevo a otra batalla, ulterior, más». 

«Captáis vuestro cansancio porque os habéis detenido, un rato, a sentaros a la vera del camino», nos reprocharía. «Retomad la marcha», añadiría, «moved los pies de nuevo. Y ese trajín os hará olvidar lo exhaustos que os sentís. ¿Se puede decir que estés de veras cansado si resulta que no lo notas en sus talones, ni en sus piernas, ni en su mente? Moveos, malditos, moveos. Y el agotamiento se esfumará». 

La solución de Camus, en cierto modo, es simétrica a la de Epicuro. Donde este griego nos recomendaba calma y alejamiento para olvidar el cansancio, aquel francés nos aconsejó sumergirnos de cabeza en la acción, pero con igual meta: el olvido. O salir de la política del todo o meternos de lleno en ella; poco ecuánimes, estos dos filósofos nos proporcionan soluciones definitivas y enérgicas a nuestras fatigas. Tenía que llegar un monje, un santo, para otorgarle al asunto algo más de sensatez.

La solución de san Bruno: la flecha no siempre está en el arco

Parecerá a muchos extraño que al buscar mesura y equilibrio en nuestras cuitas recurramos a Bruno de Colonia, el fundador de los monjes cartujos, esa orden consagrada al silencio radical, solo interrumpido por unas cuantas oraciones y liturgias. Empero, si elegimos a este santo, es justo por lo poco sospechoso que resulta de haber sido un moderadito. Y porque, a pesar de ello, es quien nos aportará aquí una loable ponderación.

Escribió san Bruno, ya anciano, a Raúl le Verd escribe una carta donde le contaba lo hermoso del lugar donde emplazó su segundo monasterio, allá por la Calabria italiana. Le daba cuenta a su viejo amigo de la amenidad del lugar, de lo templado y sano de sus aires, de sus anchas y graciosas llanuras, «que se extienden a lo largo entre los montes, con verdes praderas y floridos pastos». Describía en esa carta también «la vista de las colinas que se elevan en suaves pendientes por todas partes», así como «el retiro de los umbrosos valles con su encantadora abundancia de ríos, arroyos y fuentes». No faltaban tampoco, le refería, huertos de regadío, ni árboles de abundantes frutos, y variados.

¿Por qué detenerse a enumerar esos detalles, se preguntaba el propio Bruno, si lo que a sus monjes y él importaba eran los deleites espirituales, no los sensoriales? Y entonces se respondía con un consejo que bien puede ayudarnos:

«Estas vistas sirven frecuentemente de solaz y respiro a nuestro frágil espíritu, cuando está fatigado por una dura disciplina y la continua aplicación a las cosas espirituales. El arco que va siempre armado con su flecha, o se queda flojo, o quebrado».

«Resulta agotador tener siempre la flecha en tu arco: al final o romperás el arco, o perderá tensión»

Sustituyamos esas «cosas espirituales» que cita san Bruno por cualesquiera de nuestros trajines, que nos cansan por elevados o solidarios o patrióticos que resulten. Apliquémoslo, por ejemplo, a los afanes políticos. Su enseñanza final permanece incólume: «El arco que va siempre armado con su flecha, o se queda flojo, o quebrado». Está bien tensar el arco si vas a disparar una flecha; está bien entrenarse para ello y disparar cada día unas cuantas. Pero resulta agotador tener siempre la flecha en tu arco. Y, más allá de agotadora, es una actitud contraproducente: al final o romperás el arco, o perderá tensión. Y, en ambos casos, la flecha se caerá al suelo. Un desperdicio.

Llevemos en ristre el arco y la flecha cuando hagan falta; tras año y pico de cuitas políticas, normal es que los hayamos tenido a menudo en mano. Pero aprovechemos ahora para relajar un tanto la cuerda. Aprendamos a guardar un momento las flechas. Cierra el carcaj, camina, mira lo ameno de las verdes praderas y los floridos pastos. Tranquilo, no estás perdiendo el tiempo. Pronto, quizá antes de lo que esperas, habrás de retomar tus armas. Y, entonces, la cuerda de tu arco sí que habrá de volver a estirarse. Y, entonces, volverás a tensar en él la flecha. Y, así, llegarán más lejos tus disparos. Y, así, un día, acertarás el blanco.





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