Hace unos días, la sección de cultura de El País abría con un reportaje firmado por Sergio C. Fanjul y titulado con salero «Ser cultureta cada vez mola menos: las alucinantes metamorfosis del capital cultural». Podría parecer una broma si no hubiera sido publicado por un periódico que hace un tiempo fue serio y que llegó a ostentar la dignidad de «intelectual colectivo», según la definición que rescató José Luis López Aranguren en un célebre artículo publicado en 1981. Además de tronchante, el reportaje sirve para hacerse una idea de la degradación sin paliativos que sufre el periodismo cultural, ayudado incluso por la universidad, que en esas páginas actúa como autoridad competente del ridículo, prestándose a autentificar las chorradas con un par de brochazos sociológicos y la invocación del pobre Pierre Bourdieu, que siempre sirve para un roto y un descosido.
A lo largo de la crónica, el reportero y los profesores se enzarzan en una apasionante conversación en la que se mezclan sin ton ni son conceptos tan desfasados como «alta cultura», «cultura popular», «élites», «clases altas», «clases populares», «diversidad cultural», «eclecticismo» y todo ello para demostrarnos que las «cosas están cambiando» y que la cultura de Filmoteca y librería independiente ya no vende y que ahora la gente con poder adquisitivo no tiene por qué avergonzarse de escuchar a Rosalía o a Taylor Swift, orgullosos de su «capital subcultural». Al contrario, los pijos suben encantados a Instagram fotos suyas en esos conciertos, algo que es síntoma, según el profesor Del Val, de un «nuevo elitismo». Otra profesora, Aina D. López Yáñez, afirma sin embozo que «ha aumentado la tolerancia a las prácticas culturales masivas, al tiempo que la globalización y el cosmopolitismo han obligado a ser más empáticos con las formas culturales de otros lugares». Aunque quizá lo más descacharrante sea la asunción de que la nueva basura es en realidad una revolución «ética desde la estética», ligada a movimientos étnicos y feministas, como sostiene Del Val. No cabe imaginar mejor manera de escarnecer a las víctimas que entregarlas a esa forma de representación.
«Estamos en los albores de una nueva cultura virtual y digital que aún no ha ordenado su semántica»
En términos culturales – e incluso sociológicos –, el siglo XX nos dejó clara la diferencia entre lo que había sido la cultura popular y la cultura de masas. La primera –que tampoco hay que confundir con lo que luego sería lo pop– consistía en el acervo tradicional y demótico que solía estar en la base de las distintas sociedades y del que podrían nutrirse todos los estratos de una cultura. La cultura de masas, en cambio, tal y como la definió Adorno, tiende a destruir toda autonomía estética a través de la industria y el consumo. La experiencia del siglo pasado, sin embargo, también nos enseñó que la cuestión es más problemática y no tan maniquea como se presentó por parte de los teóricos de la Escuela de Frankfurt. Dentro del mercado, como reivindicó Umberto Eco, podía haber mucha vida inteligente e incluso cabía la posibilidad de popularizar lo que antes se había entendido por «alta cultura».
La revolución digital, sin embargo, nos ha situado ante un abismo del que el reportaje de marras es el perfecto síntoma. Por una parte, la cultura, gracias a internet, parece más accesible y democrática que nunca, pero en realidad eso que ahí se llama «cultura», como implícitamente reconocen los sociólogos, ha desembocado en una negación y aun en una prohibición de la misma. «Resolver problemas luce más que acumular erudición. Hacer Tiktok es socialmente más rentable que comentar la programación de la Filmoteca», afirma rotundo y campanudo el reportero, ejemplificando del modo más crudo la corrupción moral del lenguaje y la apropiación sin matices de la estupidez subcultural.
Arrastrado por una inercia que venía de mucho antes, Internet ha terminado de rematar el juicio crítico, basado tradicionalmente en unos sobreentendidos que hacían posible la facultad de ordenar, clasificar y discriminar. Desaparecido el common ground, ha quedado en su lugar una constante producción de opiniones huecas que giran en un vacío disfrazado de emancipación, puesto que en ese nuevo hábitat la mayoría de expresiones individuales tienden a dejarse llevar por la vorágine de un mainstream que en sí mismo conforma la única instancia de autoridad. Así las cosas, muchos profesionales de la cultura, ya sean periodistas, escritores, sociólogos, editores o filósofos, al sentirse huérfanos de clientela, han desarrollado una especie de buena conciencia colectiva merced a la cual han terminado por dotar de poder y prestigio a esa subcultura masiva, convirtiéndola en el Big Brother estético que todo lo vigila.
Estamos en los albores de una nueva cultura virtual y digital que aún no ha ordenado su semántica. Está claro que algunas cosas ya no volverán, como por ejemplo la vieja práctica de la crítica, tal y como la conocimos en el siglo pasado. El hundimiento de la tradición, la herencia sin testamento, por decirlo con René Char, hace ya imposible la existencia de mandarines que juzguen, premien y condenen. Pero al mismo tiempo seguirá habiendo, en todos los ámbitos artísticos, personas que se tomen en serio su cometido, partidarios de la complejidad, más que de la «excelencia», como suele decirse en términos de concurso escolar. Para ellos, especialmente los más jóvenes, se requiere una nueva pedagogía cultural que sea capaz de guiar entre las ruinas, buceando entre los pecios, contagiando entusiasmo, enseñando a ser severos sin caer en el cinismo, recordando, sobre todo, haciendo memoria ahí donde tan solo hay amnesia, desidia y oportunismo.