A las horas que escribo estas líneas está en marcha una operación policial para detener a un hombre fugado hace siete años que no podía entrar en España sin ser detenido y acaba de dar un mitin televisado por los canales públicos delante de 3.000 personas en el centro de Barcelona, diez meses después de que el partido de ese hombre votase la investidura del presidente del Gobierno. Para su búsqueda se activó la Operación Jaula en reconocimiento a una derrota: se trata de que un hombre que no podía entrar, no pueda salir.
Este párrafo descriptivo origina algunas preguntas ilusionantes: ¿se han reunido esa gente y todos los medios de España avisados antes por el fugado en el centro de una gran ciudad europea, en medio del verano, sin ningún agente supervisando el orden? ¿Los había y no reconocieron al orador? ¿Si lo reconocieron, por qué no lo detuvieron? ¿Fue durante unas horas —muchas, no parece que Puigdemont madrugase tanto para llegar hoy a Barcelona, recordemos que es periodista—, el hombre indetenible, un repelente para los Mossos y, por tanto, cualquier delito que se cometiese a su vera tendría que pasar inadvertido? Si un carterista se metiese en el mitin y los Mossos fuesen advertidos y dirigidos al lugar, en caso de no estar, ¿tendrían que detenerlo de espaldas al escenario?
Son preguntas ciertamente estúpidas, pero es que la situación no ha conseguido merecer otras: son preguntas válidas. Hay una más que no quiero dejar de plantear, siquiera por morbo. Puigdemont había anunciado que tras su mitin, se dirigiría al Parlament para asistir a la sesión de investidura de Illa: ¿quizá la policía esperaba detenerlo allí, y no valoró que mintiese?
Puigdemont fue avistado en Barcelona del brazo de Rull y se escapó acompañado de Turull: hasta Sherlock Holmes acabaría mareado. Rull fue el único conseller que después de la proclamación independentista fue a trabajar: se hizo una foto en su despacho con los periódicos del día y la publicó en un tuit diciendo que la República ya estaba en marcha: no se supo más de él hasta el juicio. Rull es hoy presidente del Parlament, un cargo más importante que aquel suyo de 2017 en Goodbye Lenin. En cuanto a Puigdemont, lo están buscando ahora mismo en todos los maleteros de Cataluña. Ha conseguido algo más que burlarse de nuevo del Estado (¿burla consensuada?): cada vez hay menos análisis serios y enjundiosos sobre sus apariciones. Menos cosas interesantes que decir y más chistes que hacer. Todo tiene ya un carácter bufo irreversible. Es probable que Puigdemont, que ya sabe imposible su objetivo político (¿a dónde se va con cientos de personas que al verte se ponen una careta de tu rostro?), esté trabajando para la cultura popular; una figura que dentro de cien años se recuerde con cariño, aquel hombre rebotado de las élites que se dedicó durante años a reírse de la policía y del poder mientras pedía ayuda a sus seguidores para mantener el show. El Jimmy Jump de su tiempo, aquel espontáneo que siempre conseguía esquivar a las fuerzas de seguridad y saltaba a los campos de fútbol con barretina. Puigdemont, directamente, salta a España.
La FIFA, en un gesto loable, prohibió dar publicidad a los jimmyjumps y se acabaron sus momentos de gloria en las retransmisiones: ahora las cámaras miran para otro lado y la policía concentra sus esfuerzos en ellos. Al contrario que el famoso saltador, Puigdemont ha conseguido que las cámaras le miren a él y la policía para otro lado. ¿Cuántas vidas le quedan al gato que está siendo acariciado ahora mismo en La Moncloa?
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