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Carlos Granés: Presidentes contra jueces

by Marko Florentino
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Mientras en Brasilia el Supremo Tribunal Federal daba inicio a la fase final del juicio contra el expresidente Bolsonaro por una tentativa de golpe de Estado, en Ciudad de México tomaba posesión la nueva Corte Suprema, surgida de unas elecciones populares a las que concurrió cerca del 13 por ciento de los votantes y que dio como vencedores a los candidatos abanderados por el partido gobernante. Son las dos caras de un mismo fenómeno que corrobora algo que ya todo lector de prensa intuye: que el gran problema de nuestras impredecibles democracias es que sólo podemos presagiar, con melancólica certeza, que en muchas de ellas, si no en todas, tarde o temprano veremos un choque frontal entre el presidente y los jueces o un intento de sometimiento o captación del poder judicial por parte del ejecutivo.

Bolsonaro, como nostálgico de las épocas en las que los militares sacaban los tanques a las calles, activó las hordas zombies que siguen a su líder a un mitin o a un golpe de Estado sin notar la diferencia, y acabó pagando las consecuencias de su desafío a la democracia. El mexicano Andrés Manuel López Obrador fue menos basto y más populista, y previó a tiempo que para darle continuidad a su régimen no necesitaba una performance trumpista, escandalosa y vulgar, sino la magia jurídica que cambia las Constituciones al modo peronista, sin que el gran público se entere o se dé por aludido. Si Bolsonaro hubiera seguido su ejemplo y no el de Trump tal vez hoy seguiría en el Palacio de Planalto o tendría como sustituto a su esposa a uno de sus hijos, esos angelitos. Pero le ganó su instinto tumultuoso y el reflejo de la acción directa, y ahora muy posiblemente vaya a pasar las siguientes décadas tras las rejas.

Mientras tanto, en Madrid, Pedro Sánchez daba su primera entrevista en catorce meses para demostrar que la pelea es global y que el irrespeto a la separación de poderes no se arredra ante el civilizado cordón de la Unión Europea. Adoptando el papel de víctima, despojado, como el personaje de Musil, de cualquier atributo, se despachó en contra de los jueces que instruyen los casos que afectan a su esposa y a su hermano. Dijo lo predecible, lo que ya hemos oído mil veces en Estados Unidos, en Bolivia, en Argentina o en Colombia: que todo es parte de una conspiración urdida en el inframundo de la oposición, con la complicidad de jueces politizados que no buscan castigar delitos sino detener el avance de los derechos, del pueblo o de lo que sea.

Defenderse atacando es una vieja estrategia que los populistas, con su visión maniquea de la vida, sus apuestas del todo o nada, ellos o nosotros, adaptaron a la vida democrática. Ahora defienden su labor de gobierno arremetiendo contra los jueces que los fiscalizan, como si aquello no fuera su deber constitucional sino una degeneración del oficio. Con esta estrategia fidelizan a su tropa y evitan rendir cuentas, pero de paso degradan la democracia. Un costo menor, dirán, si a cambio evitan acabar como Bolsonaro.



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