Era la oportunidad para romper una historia de impunidades. Teníamos todo: la confesión de la empresa constructora en la que admitía haber sobornado, la colaboración judicial internacional, un contexto regional de investigaciones afines, dos tratados internacionales (ONU y OEA) que respaldaban los intercambios de información en materia de corrupción trasnacional, la buena voluntad de gobiernos y autoridades judiciales latinoamericanas, el mando mundial de Odebrecht (Departamento de Operaciones Estructuradas) operando en el país y el cerebro del «mecanismo» Lava Jato, Joao Santana, a escasos metros del despacho presidencial.
Todo se disponía para armar una acusación metálica, quizás la más robusta en los anales de la persecución judicial en contra de la corrupción de América Latina, pero había un problema: el investigador. Jean Alain Rodríguez no podía presentar una acusación a la talla de los medios dispuestos porque iba a alcanzar a su Gobierno y a su jefe político, Danilo Medina.
Él no solo inculpó a gente sin relación causal en la incriminación, sino que dejó fuera a funcionarios de su administración, esos que recibieron casi 56 de los 92 millones de dólares admitidos por la constructora como monto de los sobornos dados por sobrevaluaciones, entre ellos los destinados a lograr la adjudicación y sobrecosto de la obra más cara construida por Odebrecht fuera de Brasil: Punta Catalina. La idea era entonces desbaratar en vez de armar; omitir en vez de hacer; ocultar en vez de revelar.
El trabajo confiado a Jean Alain Rodríguez no fue para torpes, pero sí para serviles. Suponía subvertir su propia acusación y aparentar que investigaba lo que no quería encontrar y…, según él, ¡no lo halló! Recuerdo aquella patética rueda de prensa en la que excluía de su investigación a Punta Catalina sobre la base, nunca explicada, de que no había pruebas meritorias que inculparan a nadie. No presentó un solo documento de esa presunta investigación exculpatoria.
La República Dominicana fue el único país (entre los nueve de América Latina donde Odebrecht realizó obras) que no firmó un término de compromiso con el Ministerio Público brasileño para obtener colaboración. Obvio, no había interés; en cambio, fue el primero en festinar un acuerdo con la constructora brasileña para descargarla tempranamente de un proceso judicial que podía desbordarse, y eso sí era políticamente peligroso.
De esta manera mientras la República Dominicana en todo el proceso de investigación solo hizo tres solicitudes a Brasil, Perú, por ejemplo, formuló 68, incluyendo varios testimonios in situ. En total, entre 2017 y 2018, Argentina, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Guatemala, México y Panamá hicieron 115 solicitudes de cooperación a las autoridades brasileñas. La diferencia estuvo en la determinación política, en el rigor de la instrucción y en el compromiso de hacer una instrucción responsable.
A pesar de que, según el siniestro acuerdo, la constructora debía colaborar con el Ministerio Público, esta incumplió con su obligación y el procurador no hizo nada para forzarla. Bien pudo oponerse a pagos por cubicaciones, embargar cuentas bancarias y disponer todas las medidas cautelares que fueran necesarias en el país y en el extranjero; pero no, la idea era que Odebrecht se mantuviera a un ladito.
Como artesano político, Jean Alain hizo un fino trabajo de disección en una acusación deliberadamente frágil. Si fortalecía la investigación de los empresarios y exfuncionarios que no eran de su Gobierno, tenía que hacer lo propio cuando las circunstancias lo empujasen a actuar en contra de los de su administración. Hizo, a favor de estos últimos, un trabajo anticipado por si las cosas, pero antes les garantizó su exclusión gratuita.
La estrategia era aislar el proceso, incubarlo y manejarlo a puertas cerradas. Evitar que se saliera de control y que la intervención de agentes externos o imparciales de otros Estados le proveyeran las pruebas que él no quería ver o encontrar. De manera que la Procuraduría dirigió a discreción una investigación superficial para presentar una acusación arenosa que se fuera desmoronando en el tránsito judicial hasta dejarla sin acusados. Ese trance comenzó con el descargo de la mayoría de los acusados y terminó con la exculpación de los últimos dos por mandato de una reciente sentencia de la Suprema Corte de Justicia.
De esta manera se confirma la historia; otra vez la impunidad decide. Al final, felices ¡celebramos el déjà vu! Aquí no ha pasado nada. Lo único que existe es un lawfare, diría el emérito club de garantistas procesales; obvio, solo cuando hay acusaciones por delitos de cuello blanco. Que los apologistas de ese garantismo nos digan ahora que en la República Dominicana predomina una judicialización de la política. Lo único que hemos visto, como relato recurrente, es una soberana politización de la justicia gracias a un Ministerio Público de dócil sumisión al poder político. Pero ¡cuidado con hablar de eso! Cualquier opinión es anatemizada bajo sospecha de populismo judicial.
Desconocer que la estrategia política domina la gestión acusatoria es fingir ceguera; y es que en materia de corrupción ha prevalecido consistentemente un mismo patrón instructivo marcado por bajo nivel investigativo, precariedad probatoria, exclusiones anticipadas y escaso rigor en la calificación o aplicación de las tipificaciones.
Es posible que esos eruditos expliquen tales fracasos como consecuencia de las presiones sociales que empujan al Ministerio Público a presentar acusaciones ligeras solo para cansar al morbo público o aquietar los gritos delirantes del patíbulo popular. Ese no es el caso. Nunca lo ha sido. Tal idea solo ha vivido en la imaginación de quienes entienden que en este país no hay corrupción, que los procesos judiciales en contra de la corrupción son retaliaciones políticas o distracciones circenses del populismo judicial y que habitamos en Suiza insular. En cambio, tenemos una historia de groseras omisiones que lo desmiente, con representantes del Ministerio Público rendidos a sus gobernantes, esos que pocas o ninguna de las veces pudieron presentar una acusación motu proprio al margen de denuncias o escándalos inevitables. Pasó en el caso de los Tucano, en el proceso de los Tres Brazos y en una decena de expedientes olvidados. Odebrecht acaba de coronar esa historia con gloria de petardos y luminarias. Debemos felicitarnos. ¡Mier…!