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Chanel nº 5 contra Moscú Rojo

by Marko Florentino
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Marilyn Monroe contribuyó a convertir en mito un perfume. Fue cuando a la pregunta de qué se ponía para dormir respondió con sensual ingenio: solo dos gotas de Chanel nº 5. Antes de su comentario, este producto ya era símbolo de sofisticación y glamur, pero, con la juguetona sentencia de la rubia de Hollywood, quedó fijado en el imaginario colectivo del siglo XX. En cambio, es improbable que al lector le suene Moscú Rojo, que vendría a ser algo así como la respuesta soviética al más célebre perfume capitalista. 

La fascinante historia de esta rivalidad política a través de la pituitaria se explica en El aroma de los imperios (Acantilado). De entrada, el tema puede sonar anecdótico y hasta frívolo, pero que el  libro lo firme Karl Schögel (Allgäu, 1948) supone una garantía de que no estamos ante una simple recolección de trivialidades. El historiador alemán es autor de una obra monumental (1.008 páginas) y extraordinaria sobre el estalinismo a través de la renovación arquitectónica de la capital soviética: Terror y utopía. Moscú 1937 y también de Ucrania, encrucijada de culturas, una historia cultural del país invadido por Putin, ambos publicados por la misma editorial. 

Frente al faraónico Terror y utopía, El aroma de los imperios tiene unas dimensiones (224 páginas) -y unas pretensiones- más modestas. Sin embargo, lo que propone es muy sugerente. Construir un riguroso y amenísimo ensayo histórico a partir de algo que puede parecer una simple anécdota, pero que sirve para ilustrar la guerra cultural entre el Occidente y la URSS. 

Chanel nº 5 y Moscú Rojo tienen un origen compartido que se remonta a dos perfumistas franceses que crearon en 1913 -a solo cuatro años de la revolución bolchevique- un aroma para celebrar el 300 aniversario de la dinastía Romanov. El resultado fue bautizado como Le Bouquet Préféré de l’Impératrice y en su fórmula participaron Ernest Beaux y Auguste Michel, porque París era la capital mundial de la industria de los perfumes y porque la corte zarista siempre tuvo mucha querencia por lo francés. Recuérdese, a modo de ejemplo, que el creador de los mejores ballets rusos –El lago de los cisnes, El cascanueces, La bella durmiente, Raymonda, Don Quijote y La bayadera- fue un coreógrafo marsellés, Marius Petipa, al que a mediados del siglo XIX contrataron en San Petersburgo como maestro de danza del Ballet Imperial Ruso. 

Con el estallido de la revolución, el destino de los dos perfumistas mencionados fue dispar: Ernest Beaux huyó del país a través del Ártico y se estableció en Cannes. A Auguste Michel las autoridades bolcheviques le extraviaron el pasaporte y no pudo abandonar Moscú, donde lo tuvieron un tiempo fabricando jabones para el ejército. Con el nuevo régimen, las grandes empresas perfumistas privadas fueron nacionalizadas y dedicadas a fabricar productos de higiene personal de primera necesidad. Entre ellas, las dos más importantes eran Brokar, que pasó a llamarse Jabonería Estatal nº 5 y más tarde Nuevo Amanecer, y Rallet, rebautizada como Jabonería Estatal nº 4 y después Libertad. Cuando se unificaron todas las empresas del sector bajo una única entidad se le dio el muy poético nombre de Trust Estatal de la Industria Procesadora de Grasa y Huesos, conocido por la menos chirriante abreviatura TeZhé. 

Fragancias para los Romanov

Ya instalado en Cannes, en 1920 Beaux recibió en su laboratorio la visita de Coco Chanel, que quería un perfume para acompañar su nueva colección de ropa. El perfumista le dio a oler diez muestras, numeradas. Y la diseñadora eligió la nº 5. Como era un producto para la nueva mujer moderna, no quiso ponerle uno de los nombres románticos que se estilaban entonces y lo bautizó con el número que llevaba la muestra. Unos años después, Michel fue convocado en Moscú para crear un perfume soviético y de sus propuestas salió el llamado Moscú Rojo. Ambas fragancias tenían muchos elementos en común, ya que partían del aroma para los Romanov en el que habían participado ambos perfumistas.

La historia paralela de ambas fragancias que propone el autor permite asistir a una singular confrontación cultural y olfativa. Lo anecdótico sirve para explicar un cuadro mucho más amplio, que además se enriquece con jugosas historias como la de la némesis de Coco Chanel en el bando comunista. Polina Zhemchúzhina, era una ardiente revolucionaria y esposa del ministro Viacheslav Molotov (sí, el que en sus años mozos dio nombre al famoso cóctel incendiario a base de gasolina). A esta mujer la pusieron al frente del TeZhé, pero como era judía y además tenía algunos amigos extranjeros, acabó siendo víctima de las purgas estalinistas y pasó unos años en el gulag, pese a lo cual no perdió nunca su férrea fe política. 

Si me permiten la ironía, a los muchos motivos que explican el colapso de la Unión Soviética, podríamos añadir el mal gusto para bautizar fragancias. Con el fervor revolucionario pasaron de tener nombres como Rosa Blanca, Capricho de Tatiana o Ambrosía, a llamarse Moscú Rojo, Héroe del Norte o Espiga Dorada, y conforme avanzaba el estalinismo la cosa fue a peor: Pioneros, Tanque o Triunfo del Koljós. ¿Cómo no va a acabar colapsando un sistema político incapaz de poner unas gotas de ensueño en el nombre de un perfume? 

Chanel nº 5 mantiene hoy su posición de fragancia más icónica del mundo occidental. Moscú Rojo dejó de fabricarse tras la desaparición de la URSS. Pero solo durante un tiempo, porque en seguida llegó la nostalgia de los viejos tiempos comunistas y, ya bajo un sistema capitalista -más bien oligárquico- volvió a ponerse en venta. 

Para concluir, a modo de bonus track: entre las muchas curiosidades que cuenta el libro destaca la de que el artista ruso Kazimir Malévich (el de Cuadrado negro y Blanco sobre blanco) diseñó en la década de 1910 el maravilloso frasco de la fragancia Norte: tenía forma de iceberg, coronado por un tapón con un oso polar.  

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