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Cine y puesta en escena: una vieja polémica viva

by Marko Florentino
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Cualquier aficionado al cine se habrá percatado en algún momento de la diferencia que solían marcar las producciones francesas en los años 60: si en el mundo entero los créditos del film indicaban dirigido por, ellos preferían asignar al realizador la mise en scène o «puesta en escena». Ciertamente, hay otras fórmulas que permiten diferenciar entre la labor de dirección en sentido estricto y una autoría más completa: cuando se dice «un film de» parece querer indicarse tal cosa. Pero solo la noción de puesta en escena ha generado una controversia que pertenece, por derecho propio, a la historia del cine. O, si se quiere, a la historia de su reflexividad: al pensarse el cine a sí mismo.

Volvía sobre el asunto hace unos años el crítico estadounidense Glenn Kenny, quien le dedicaba una entrada en su blog. Encabeza su texto un breve intercambio entre un crítico de Cahiers du Cinema y el mismísimo Jean-Luc Godard: tras señalar el primero que la famosa revista francesa había sostenido durante una década que la puesta en escena existía y que ahora alguien debía afirmar lo contrario porque las cosas habían cambiado, Godard replica que la puesta en escena ciertamente no existe. «Estábamos equivocados», añade. ¡Caramba! La conversación tuvo lugar en 1965 y está recogida en Godard by Godard, la compilación que Tom Milne dio a la imprenta en 1972. Sucede que en el dossier que la propia Cahiers dedicó el verano pasado –2024– a la historia del cine, del que se dio cuenta en este mismo blog, su director Mikel Uzal reivindicaba la famosa «política de los autores» en estos términos:

«La política de los autores no consiste en reducir la historia a los individuos, sino en preferir, de entre todas las historias posibles, aquella que los artistas escriben, entendiendo el arte cinematográfico como el arte de la puesta en escena» (cursiva mía).

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Para Kenny, sin embargo y justamente, el concepto se ha caracterizado por su indefinición. A menudo, se ha aplicado de manera circular: un auteur es quien pone en escena una película y poner en escena una película distingue al auteur del resto de directores. Kenny relata en su blog la mañana que pasó en el neoyorquino Film Forum viendo unos westerns primerizos de Budd Boetticher, la copia de uno de los cuales resultó defectuosa. Y así, concentrándose a la fuerza en las imágenes de un film privado de sonido, Kenny aprecia las virtudes de Boetticher a la hora de planificar los planos y su sucesión, concluyendo que la claridad sin grandilocuencia que caracteriza la película bien podría considerarse un ejemplo de mise-en-scènesi no fuera –añado yo– porque al Boetticher de 1951 aún no se lo consideraba un auteur.

Richard Brody, crítico del New Yorker y biógrafo de Godard, se hizo eco en la revista de las palabras de su colega y subraya por su parte que el debate sobre la puesta en escena es de gran relevancia para las «pasiones críticas de hoy». Naturalmente, aclara Brody, el sintagma «puesta en escena» tiene un origen teatral y se refiere a la dirección escénica; cuando los críticos de Cahiers lo trasladan al cine con el propósito de distinguir claramente al realizador del film –a quien lo firma– de otros participantes en el mismo, quieren resaltar todo aquello que el realizador hace con las imágenes. O sea: decidir la composición del plano, fijar la posición de los actores en su interior, determinar el orden del montaje, marcar el ritmo al que se suceden las imágenes, etc.

«Godard afirma que a los espectadores les gusta ‘Psicosis’ porque el público ‘cree que Hitchcock les está contando una historia’»

Se deduce de ahí que cualquier guion puede dar lugar a un universo visual definido por la personalidad o estilo del realizador: de la palabra a la pantalla mediará una transubstanciación allí donde un auteur digno de tal nombre se ponga a trabajar. Y luego Brody hace lo mismo que voy a hacer yo, a saber, ir a la entrevista original en la que Godard declara que la puesta en escena no existe; solo así, dice, podemos determinar lo que estaba entonces en juego. Lo que estaba en juego, dice, todavía lo está hoy; acaso más que nunca. Veamos.

Godard está hablando en 1965 con tres jóvenes críticos y trata de convencerlos de las virtudes de dos nuevos realizadores, Jerzy Skolimowski y Jean-Marie Straub; uno de sus interlocutores observa que no es fácil convencer a los cinéfilos educados en las tesis de Cahiers acerca del mérito de semejantes autores. La razón es llamativa: «Ahora que han entendido y aprecian el cine americano, no quieren saber nada más; y cuanto más se equivocan los americanos, mayor es su intolerancia». Insisten los de Cahiers: «Para la mayoría de los espectadores, el cine solo existe en términos de las estructuras hollywoodenses que se han hecho convencionales, mientras que todas las grandes películas son de inspiración libre». Es aquí donde Godard afirma que a los espectadores les gusta Psicosis porque el público «cree que Hitchcock les está contando una historia»; la esencia de la película, viene a decirnos, trasciende la peripecia de los personajes.

Noción empleada en su momento como una estimulante novedad teórica que permitía apreciar de manera inédita a los realizadores norteamericanos que habían trabajado en el sistema de estudios hollywoodenses, la mise-en-scène había terminado entonces por convertirse en sinónimo de un nuevo academicismo: como si solo pudiera hacerse cine de una manera. Al rechazar la noción que él mismo había contribuido a teorizar, sostiene Brody, Godard estaba liberándose. Y eso deberían hacer los neoclasicistas de hoy que identifican el cine con sus convenciones establecidas, como señala Brody en otro de sus artículos:

«El cine negro, el melodrama, la comedia culta, el wéstern –estoy refiriéndome a algunas de las más grandes películas jamás realizadas– han empujado a algunos cinéfilos sofisticados hacia las viejas maneras y lejos de la modernidad, haciéndolos más clasicistas que los clásicos».

«Albert Serra ha dicho que la puesta en escena no tiene relevancia alguna para la calidad estética de una película»

¡Porque los clásicos, en su día, fueron modernos! Bien. Pero sigamos: el director Paul Morrissey, célebre por sus colaboraciones con Andy Warhol, parece suscribir esa tesis cuando afirma que las películas son una cuestión de personalidad y –en consecuencia– la película será tanto mejor cuanto mejor lo sea la personalidad de quienes las protagonizan o dirigen. Esta frase la cita Albert Serra en un conciso artículo titulado La dramaturgia de la presencia, que forma parte del especial que la revista Comparative Cinema dedicó al pintor y crítico de cine Manny Farber en el año 2014.

Cultivador de un cine alejado de las convenciones hollywoodienses, aunque sometido a otra clase de influencias, Serra dice ahí que siempre ha considerado «absurdo» pensar en la puesta en escena; y que siempre ha creído que la puesta en escena no tiene relevancia alguna para la calidad estética de una película. Y ello por la sencilla razón de que «la técnica debe estar siempre preparada para captar la inspiración del actor, y que ésta puede llegar en el momento y circunstancia más imprevistos». De manera que el actor no sería una pieza más en el ensamblaje que arma el director –mediante la puesta en escena– sino, por el contrario, el centro irradiador de cualquier film; hay que suponer que Cassavetes pensaba lo mismo. Para Serra, entonces, no es que la puesta en escena no exista; es más bien que él no la practica. Y eso que hemos aprendido a reconocer el universo visual del director catalán allí donde nos lo encontramos, marca de autoría donde las haya y rasgo que, al decir de los críticos que popularizaron la noción en los 50 y 60, define la puesta en escena.

Pudiera suceder así que el término, desusado ya, tuviera solo fuerza testimonial: nos recuerda que hubo un decisivo giro en la crítica cinematográfica que hizo posible reconocer las cualidades artísticas que atesoraban los realizadores que habían trabajado en el marco de la industria hollywoodiense durante la era dorada de los estudios. Aunque nada impide extender ese reconocimiento a otros contextos industriales: también los cines del Reino Unido, Italia o España tenían sus convenciones y a través de sus rendijas podía expresarse la personalidad de algunos realizadores.

Irónicamente, pues, el combate inicial de los auteuristas se libró inicialmente contra un modo de ver el cine del pasado; si bien hoy nos parece mentira que se considerase a Nicholas Ray un simple operario, el entusiasmo de los jóvenes turcos de Cahiers ayudó a que se lo viese como el artista que fue. Cuando aquellos críticos se hicieron cineastas, naturalmente, crearon sus propias convenciones; la Nouvelle Vague, pese a la notable diversidad de sus integrantes, tiene sus rasgos definitorios. Y contra esas convenciones hubieron de rebelarse quienes llegaron después.

«Si acaso, la idea de la puesta en escena llamó la atención sobre la cualidad sinfónica de la realización fílmica»

Poco a poco se fue estableciendo así una distinción –Fernando Usón ha escrito sobre ella con acierto– entre artesanos y autores, según la cual los primeros son aseados realizadores que trabajan en un marco convencional y los segundos son sujetos dotados de un mundo propio que se expresa pese a las convenciones o –allí donde se dan las circunstancias para ello– al margen de las mismas. El Fritz Lang que trabaja en Hollywood sería un ejemplo de lo primero; el Fellini posterior a 1963, de lo segundo… aunque el Fellini de los comienzos no es tampoco un simple artesano y se parece a su manera al Lang estadounidense. No es una distinción infalible, ni mucho menos; es frecuente que su aplicación conduzca a la minusvaloración de esos realizadores que trabajaban en el cine de género y, en no pocos casos, lo hacían de manera brillante pese a no atesorar una cosmovisión propia: de André de Toth a John Farrow o Hugo Fregonese.

Nótese que tampoco nos vale decir simplemente que pone en escena un film quien puede controlar todos los aspectos de su diseño y realización, mientras que apenas lo dirige quien se dedica a su planificación y lo rueda… bajo el control del productor o de quienes lo financian. Casi nadie puede controlar nunca todos los aspectos de la película que realiza; y sería injusto negar el valor de las contribuciones que realizan diseñadores de arte, montadores, guionistas, músicos. Si acaso, la idea de la puesta en escena llamó la atención sobre la cualidad sinfónica de la realización fílmica: su autor tiene que orquestar un sinfín de elementos, sin que eso reste importancia a quienes forman parte de ese esfuerzo colectivo. Por su parte, un realizador que decide colocar al actor en el centro no está dejando de poner en escena el film; solo opta por una manera de hacerlo entre muchas otras.

¿Fue entonces la puesta en escena solo una manera de destacar la contribución decisiva que hace el director de un film y de llamar la atención sobre la visión artística que puede transmitir mediante su obra? Tal vez. Pero hay algo más: aunque se empleara para ello un concepto de procedencia teatral, se subraya con él que el realizador de un film trasciende la mera adaptación del guion y lo convierte en otra cosa por medio de imágenes; aunque no solo de imágenes. No es poco.

Si este debate resuena todavía hoy, no estoy seguro de que lo haga por las razones expuestas por Richard Brody. Este lamenta la fosilización del gusto como un efecto colateral del acceso generalizado a la tradición clásica, que habría convertido a los cinéfilos más jóvenes en neoclasicistas acomodaticios que rechazan la novedad y el riesgo. Pero si esto sucede, le sucede sobre todo al gran público, refractario como ha sido siempre a un cine que se salga de las convenciones o abandone el realismo; igual que sucede, por lo demás, con la literatura. Que la cinefilia frecuente la tradición clásica es una buena noticia, siempre y cuando incluyamos en ella a los rupturistas de ayer: de Rivette a Akerman, de Fassbinder a Imamura, de Cassavetes a Delvaux.

«Ni siquiera en los dorados años 60 eran Antonioni o Bergman quienes llenaban los cines»

En última instancia, los esfuerzos críticos de Cahiers son como las entradas en el blog de Glenn Kenny o las diatribas de Brody: pasatiempos para minorías. Esa batalla siempre ha estado perdida y ni siquiera en los dorados años 60 eran Antonioni o Bergman quienes llenaban los cines. Eso no quiere decir que debamos limitarnos a Antonioni o Bergman y a sus herederos, ni muchísimo menos. Una saludable pasión por el cine, sin embargo, debe abrirse a aquello que los nuevos creadores de cada época tienen que aportar; sin que nada nos obligue a aplaudirlos: a cada cual, sus inclinaciones. Dejemos la última palabra a Godard, quien responde así a uno de los críticos de Cahiers que lo entrevistaban en 1965:

«El cine es optimista porque todo es siempre posible, nada está nunca prohibido: todo lo que necesitas es mantenerte en contacto con la vida. Y la vida misma debe ser optimista, porque si no todas las personas del mundo procederían de inmediato a suicidarse».

¡Amén!



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