Hacía 15 años que no pisaba la ciudad de la luz, que la llaman, pero he tenido que pasar cinco días por razones laborales en el corazón de la capital y desde luego, luz, poca. Me he llevado un susto. Era una ciudad desconocida y habitada por unos pobres chiflados a los que nadie cuida y van como alma en pena.
La semana pasada se habían juntado dos caos de distinto orden, pero coincidentes o hermanados, como esas tormentas perfectas que se originan a partir de un huracán y se juntan en santo maridaje con un tifón de modo que se entrelazan ambos fenómenos y producen una devastación dantesca. Así está la ciudad: en plan devastación dantesca.
El tifón lo provocó el presidente Macron con una disolución de la asamblea y su correspondiente convocatoria a elecciones anticipadas que tendrán lugar dentro de un par de semanas. Es bonito de ver y de leer en la prensa local el guirigay que se ha montado y las carreras para asegurarse un sueldo en tan breve plazo. Izquierdistas feroces se pasan al centro burgués, republicanos imploran un sillón a los monárquicos, la extrema derecha cosecha despedidos de todas partes y la extrema izquierda se parece mucho a la española y propaga ideas del siglo pasado poniendo gesto de enorme e indescriptible indignación con lenguaje barriobajero.
En realidad, sólo hay dos extremos, la ultraderecha que quiere pactar con Putin y la ultraizquierda proislamista y antisemita. En medio no queda nada. Los partidos de centro, liberales, democráticos y europeístas, andan como pollos descabezados y apenas tienen diez días para formar algo, un núcleo, un club, un movimiento, una excursión. La que se avecina tiene a todo el mundo al borde del ataque de nervios.
Pero a este tifón se le une un huracán que también ha creado Macron cuando decidió que los Juegos Olímpicos iban a ser en julio, o sea, que están al caer. Toda la ciudad, o, mejor dicho, su centro, está reventado en obras. Hay zonas enteras en donde no pueden entrar ni los coches ni los autobuses ni los taxis y hay quien se disimula en una ambulancia. De modo que el caos circulatorio es apoteósico.
«Mi consejo es que esperen a que se acaben las elecciones y los JJOO y si aún queda algo de París, será un buen momento para visitarlo»
Los parisinos siempre han sido algo histéricos, pero lo de ahora supera todo lo conocido. Embotellamientos de horas con todos los conductores dando bocinazos wagnerianos o apeándose de los vehículos para insultar o agredir al prójimo. Estaciones de metro cerradas. Ciclistas y similares a toda velocidad serpenteando entre la masa de bocinazos y provocando la ira de los atrapados. Masas de turistas que acaban por saltar las barreras, hartos de no saber por dónde llegar a Trocadero, pongamos por caso.
Pero da lo mismo porque en el Trocadero sólo se ve la torre Eiffel, ya que un rebaño de enormes almacenes, cochiqueras, sombrajos, estadios o lo que sea cubre la panorámica más bella de Europa, la que va desde aquella admirable terraza hasta la Escuela Militar. Eso no impide que los turistas sigan haciendo miles de fotos a toda velocidad, como si aún se viera algo. Y eso que están rodeados por treinta hombres de color (negro) grandes como armarios, cada uno con un manojo de torres Eiffel diminutas, de las que no los he visto vender ni una, pero llevan un control riguroso de la zona para un posible tráfico de algo, quizás estatuillas de la Virgen de Lourdes.
Podría seguir horas, pero lo dejo aquí. Mi consejo es que esperen ustedes a que se acaben las elecciones y los JJOO y si aún queda algo de París, será un buen momento para visitarlo. Ahora, la verdad, parece un hormiguero en el que alguien ha vertido un chorro de lejía. Aunque, eso sí, las hormigas son mucho más sosegadas.
¡Cómo no será la cosa que estaba deseando volver a Madrid para encontrar un poco de tranquilidad y el reposo de los campos con ovejitas!