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¿Por qué nos cuesta confiar? ¿Por qué repetimos patrones tóxicos? ¿Por qué sentimos miedo a la soledad o nos volvemos dependientes del afecto? Las respuestas a estas preguntas podrían estar en los primeros años de vida. La psiquiatra y escritora Marian Rojas Estapé lo resume así: «El primer vínculo emocional con la figura materna y paterna marca la forma en la que nos relacionaremos con nosotros mismos y con los demás». Ese vínculo tiene nombre: apego. Y según esta experta en salud mental, no solo moldea nuestra infancia, sino que impacta directamente en cómo amamos, pedimos ayuda, resolvemos conflictos y hasta cómo nos vemos a nosotros mismos en la edad adulta.
El apego, esa raíz invisible
Durante los primeros años de vida, el cerebro de un bebé no solo crece físicamente, también empieza a construir una especie de mapa emocional que servirá como guía para relacionarse con el mundo. La psiquiatra Marian Rojas Estapé llama a esto la «zona conocida emocional». ¿Qué significa? Que el bebé, a través de las experiencias que vive —cómo lo abrazan, cómo le hablan, cómo lo calman cuando llora— va aprendiendo qué esperar de los demás y cómo sentirse consigo mismo. Si el entorno que lo rodea es estable, cariñoso y predecible, el niño desarrolla una sensación de seguridad emocional. Sabe que, cuando tiene miedo o necesita consuelo, alguien estará ahí para ayudarlo. Esta certeza le da confianza para explorar, aprender y vincularse sin ansiedad.
Pero si, por el contrario, ese entorno es frío, caótico o inconsistente —por ejemplo, si los adultos que lo cuidan están muy ausentes, son impredecibles o no responden a sus necesidades— el bebé no logra construir esa base segura. En su lugar, se instala la duda, el miedo o la desconfianza. Aprende, inconscientemente, que el mundo no es un lugar seguro y que expresar sus emociones puede no tener sentido. Esta etapa es especialmente importante porque el hemisferio derecho del cerebro, que es el encargado de gestionar emociones, empatía y relaciones sociales, se está desarrollando de forma intensa en esos primeros años. Y la calidad del vínculo con su madre, padre o con la persona que cumpla el rol de principal cuidador tiene un impacto directo en cómo se organiza esa parte del cerebro.

Tipos de apego: ¿con cuál creciste tú?
La psicóloga Mary Ainsworth, pionera en el estudio del apego, identificó cuatro grandes tipos que se forman en la infancia y se reflejan en nuestra vida adulta:
- Apego seguro: se forma cuando el niño recibe atención emocional constante, cercanía y consuelo. Estos adultos suelen ser empáticos, confiados y estables emocionalmente.
- Apego inseguro ambivalente: el niño no sabe cuándo su cuidador estará emocionalmente disponible. Vive en la incertidumbre, lo que puede derivar en relaciones ansiosas y dependientes.
- Apego inseguro evitativo: se desarrolla cuando el cuidador es distante o frío. El niño aprende a no mostrar sus emociones y, de adulto, tiende a evitar la intimidad.
- Apego desorganizado: aparece en contextos de abuso, negligencia o trauma. El cuidador es fuente de miedo. El resultado: adultos con patrones caóticos, dificultad para confiar y frecuentes crisis emocionales.
¿Se puede cambiar de un apego no seguro a uno seguro?
No haber tenido un apego seguro puede manifestarse de muchas formas:
- Dificultades para mantener relaciones sanas.
- Baja autoestima.
- Problemas para pedir ayuda o establecer límites.
- Estrés constante en momentos de conflicto o separación.
Y aquí llega la pregunta clave: ¿Estamos condenados por nuestra infancia? La respuesta de Marian Rojas Estapé es clara: no. Aunque nuestro estilo de apego se forja en los primeros años, no es un destino inamovible. La neuroplasticidad del cerebro —su capacidad de cambiar— permite que, a través de la conciencia, la terapia y las relaciones sanas en la adultez, podamos reparar ese vínculo emocional primario. «Nuestro estilo de apego no nos condena. Se puede transformar», insiste Rojas Estapé. El primer paso es identificarlo, entender de dónde vienen nuestras reacciones y construir vínculos seguros que nos nutran. Porque, como apunta la psiquiatra, el pasado influye, pero no define. Comprender cómo fuimos amados es el comienzo de una vida emocional más libre y consciente.