Los progresistas en España eran aquellos que se definían por la defensa de la igualdad material de la gente. Ahora se centran en cambiar el nombre de las cosas. Están más preocupados por sustituir la palabra «Diputados» al Congreso con un vocablo inclusivo, que por la desigualdad generada por la concesión de privilegios económicos a Cataluña. El progreso ya no es lo que era. Prefieren luchar contra la RAE por la gramática que ser consecuentes. Pero es normal. La RAE no tiene siete escaños en el Congreso.
El problema parte de la voluntad dogmática y romántica del socialismo, hoy llamado «progresismo» para blanquear el pasado criminal y liberticida de la idea socialista. La explicación a este fenómeno se obtiene leyendo a Isaiah Berlin y su obra La contra-Ilustración y la voluntad romántica, que acaba de publicar Página Indómita.
Los estudios compilados para la ocasión sirven para reflexionar acerca de los dogmas, su impostura y la consecuencia liberticida. Es en este sentido en el que se ve que la izquierda ha convertido su programa en un dogma indiscutible. No cabe en la vida pública el debate ni la rectificación de su ideario, moral o propósitos.
En cambio, esa izquierda sostiene que las evidencias científicas, por ejemplo, el sexo biológico, son discutibles e interpretables. Lo mismo ocurre con los pilares de la comunidad política. Como buenos revolucionarios no consideran que haya nada que merezca la pena ser conservado si existe la posibilidad de avanzar hacia el paraíso que imaginan. Valdría para este razonamiento la negación de la nación española, la monarquía, o la unidad del país. Para esta mentalidad todo son constructos culturales, y la cultura es lo que diga la izquierda en cada momento.
Berlin señala que el mando, la auctoritas, se basa en la imposición de un sistema de pensamiento basado en verdades. No importa su fundamento, sino su consideración como tal; es decir, que la gente considere que es la verdad. A continuación, si ha calado esta mentalidad, es preciso controlar o poseer la fuente de las verdades. Por ejemplo, dice Berlin, es el mismo mecanismo que existió en la Europa Moderna, la religiosa, cuando la verdad emanaba de la Iglesia, de sus doctores, y era propagada por su organigrama. Ciencia, revelación, razón y fe eran lo mismo.
«Para esta izquierda el sabio no es quien sabe interpretar la realidad, sino quien marca los objetivos del futuro»
Todo cambió cuando se consideró que el paraíso se podía conseguir en este mundo, y no en el otro; cuando la Edad de Oro del Hombre no estaba en cumplir la tradición, sino en el futuro; cuando la verdad no la indicaba Dios, ni siquiera la ciencia, sino que la dictaba el político o el intelectual. La solución a los problemas de los hombres era la armonía, que podía lograrse con la dosis necesaria de ingeniería social, moral y política. Y si esto no ocurría, dice la izquierda y nos cuenta Berlin, era por la «ceguera o la pereza, espiritual o intelectual» de la gente o por las «maquinaciones de bribones egoístas» como «reyes, sacerdotes y todo tipo de aventureros» de la política. Por supuesto, ahí se incluían las «jerarquías tradicionales» y el sistema capitalista.
En ese momento comenzó el culto al sujeto creador de un orden nuevo, ya fuera un líder o un partido. Lo adoran, escribió Berlin, como si fuera un artista moldeando la realidad con la esperanza de crear la obra de arte perfecta y definitiva. Para esta izquierda el sabio no es quien sabe interpretar la realidad, sino quien marca los objetivos del futuro con el que sueñan. Su inteligencia, en suma, no está basada en la realidad, en la ciencia o la razón, sino en los sentimientos. Y es ahí, en ese imperio de los sentidos, donde marcan su dogma. Es así, decía Berlin, cómo el romanticismo rompe la interpretación de la vida social. Es la manera, concluye, en la que la irracionalidad construye proyectos políticos autoritarios y totalitarios, como el socialista.
Por eso, para esta izquierda el héroe no es el descubridor ni el científico, sino el que expresa sus sentimientos y el que los satisface por «justicia». Sus modelos sociales no son el trabajador o empresario cuyo esfuerzo hace avanzar la sociedad, sino el miembro de un colectivo victimizado que visibiliza sus emociones o desempeña un cargo, o el que los reivindica. No hay más que ver lo que dice la gente de Sumar.
«No se quiere discusión, sino adhesiones inquebrantables al proyecto transformador del progresismo»
Esta es la razón de que se empeñen en legislar fundándose en los sentimientos, no en los hechos. No extraña, por ejemplo, que la ley de amnistía de Pedro Sánchez tenga un argumento sentimental, dudoso, por cierto, como la concordia, y ninguna base jurídica ni constitucional firme. Categorizan la realidad, escribe Berlin, «según la voluntad lo dicta», y no el mundo real. El motivo, cuenta, es que para esos dogmáticos la realidad se construye, no se conoce, y la construcción de lo real es el objetivo del poder. En suma, hablamos de ingeniería social basada en verdades sentimentales que quieren ser indiscutibles.
Por eso el debate es hoy prácticamente imposible, al tiempo que crece la intolerancia y la polarización. No se quiere discusión, sino adhesiones inquebrantables al proyecto transformador del progresismo. La realidad es entendida por estos transformadores, cuenta Berlin, como una estructura ininteligible, compleja, subjetiva, contada con intención de dominación, por lo que se opta por reducirla al relativismo y a la percepción de los sentidos, a las emociones.
Y aquí está la izquierda. En la búsqueda de ese ideal romántico, del reino de la igualdad material, la felicidad del no tendrás nada, y de la virtud como entrega a la comunidad, sacrifican lo que sea, como la libertad, la Constitución, la nación o la monarquía. El mecanismo mental lo cuenta mejor Berlin al final del libro: por ese idea del paraíso terrenal «los seres humanos se han sacrificado a sí mismos, y han sacrificado a otros, mucho más quizá de lo que lo han hecho por ninguna otra causa a lo largo de la historia de la humanidad».