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Con árboles o sin árboles, Madrid, por Carlos Granés

by Marko Florentino
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Hace unos días, un amigo que vive en Londres me envió un artículo publicado en The Guardian que criticaba la inclinación arboricida del alcalde Almeida. Daba a entender, su consternada autora, que se talaban árboles en Madrid para convertir lo que antes eran «espacios comunales», en inhóspitas y ardientes extensiones de concreto que forzaban a los turistas a aglomerarse en las tiendas con aire acondicionado. Mi pobre Madrid aparecía retratada en este artículo como una ciudad sometida a intereses perversos. Sus habitantes, y sobre todo sus turistas, se veían forzados a caer en una trampa capitalista para no caer en una trampa peor, potencialmente mortal: la de la indiferencia de los políticos que con el cambio climático y los veranos saharianos dejaban a sus vecinos a la intemperie.

No sé cómo hace la gente, incluida la autora de esa nota, para vivir en una ciudad tan inhumana. La Madrid que yo conozco y habito es más bien otra, seguramente igual de calurosa en estos meses veraniegos que terminan, pero bastante más amable. Una Madrid de la que no se huye, sino a la que se llega siempre de otra parte, de Jaén, de Palencia, de Terrasa… hasta de Londres. Y si uno abre un poco la lente y recuerda la historia, entiende que también, y de la misma forma y por motivos similares, se llega a ella desde Bogotá, Caracas, Buenos Aires o Veracruz. Lo de menos es eso, la procedencia. Si hay un lugar donde se cumple ese sueño igualitario según el cual no importa lo contingente sino lo esencial, las virtudes y capacidades más que el lugar donde se nació, es esta ciudad donde todos –hasta Calamaro- se apellidan Rodríguez. 

«A Madrid se viene en busca de una vivencia o de un recuerdo, de una atmósfera, de un sueño remoto y compartido»

Sin ser fácil, no es imposible. Madrid no se conquista ni se coloniza; tampoco, como ocurre con otras ciudades, se llega a ella a triunfar o a hacer fortuna. A Madrid se viene en busca de una vivencia o de un recuerdo, de una atmósfera, de un sueño remoto y compartido; a veces de un cliché: ese Madrid mítico de toros y vermuts que resuena en la mente de todo hispanohablante. Madrid es lo que hay que probar alguna vez en la vida, sus noches largas, el futuro impredecible que deparan las tres de la mañana cuando cierra la primera tanda de bares y quedan vivas las brasas de una hoguera que promete arder por unas horas más. De pruebita en pruebita, con cada muestra gratis, se va forjando un destino. Uno no vive en Madrid, uno está en Madrid viviendo, y así pasa el tiempo. Pueden tardar cinco, diez y hasta quince años para descifrar lo evidente, lo que se intuyó desde el primer día: que ya hacemos parte de la ciudad, que todos somos madrileños, piezas fundamentales de un engranaje tan sencillo como mágico que consta de las pequeñas rutinas que se van tejiendo en sus cafeterías y pisos, en sus restaurantes y teatros. Por ahí anda la vida, en sus calles y paseos, en la arborizada Plaza de España, en el arborizadísimo Pintor Rosales o en ese rincón verde, lleno de pinos enormes, que es el jardín de Larra. Hasta árboles tiene esta jodida ciudad, sólo hay que mirar para arriba.

¿Podría ser más bonita Madrid, tener más parques, ser más verde? Sin duda. Pero ese no es su mayor desafío. Madrid se enfrenta a otro problema, a su éxito, a las consecuencias de haberse filtrado en las fantasías de miles de personas alrededor del mundo. Inmigrantes jodidos, empresarios ricos, estudiantes ilusionados, cuarentones reciclados: el perfil de quienes quieren vivir aquí, bien sea por su seguridad o sus oportunidades, ha variado mucho. La ciudad barata que recibía a ecuatorianos y argentinos huyendo de sus crisis financieras dio paso a una Madrid que recibe a ciudadanos del planeta entero. Y con el éxito, no todo es perfecto, sus precios han subido más rápido que sus salarios, y ya no hay pisos baratos ni para el alquiler ni para la compra. Gran parte del encanto madrileño radica en ser una capital europea sin pompa ni protocolo, donde lo cutre transpira gracia y hasta acaba siendo una particular forma de distinción: un barcito desaliñado y cutre, de toda la vida, cerca de casa, convierte a cualquier mendigo derrengado en un príncipe en sus dominios. Pero todo esto, por supuesto, peligra ante las nuevas modas, el lavado de cara de la gentrificación y las demandas de los nuevos madrileños y de los interminables turistas. Dentro de lo que cabe, es un síntoma de buena salud tener esos dilemas existenciales. ¿Cómo crecer sin desmadrarse, sin perder el olor a villa y seguir siendo jovial y hedonista? ¿Y cómo lograr que los jóvenes ganen lo que se merecen y no tengan la obligación de seguir siendo jóvenes, o viviendo como tales, hasta los cuarenta años? Ese es el reto de mi pobre Madrid a la que los tuertos ven calva, sin hojas que la cubran y protejan, y que sin embargo se muestra más sexy, más codiciada y cortejada que nunca.





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