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¡Con Weimar hemos topado!, por Manuel Arias Maldonado

by Marko Florentino
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En la tarde del pasado domingo, una imagen que empieza a sernos familiar circuló por las redes sociales: una multitud de viajeros frustrados llenaba la sevillana estación de Santa Justa a la espera de que salieran los trenes que habían de llevarlos a casa. Apenas una semana antes, la red de alta velocidad había sufrido considerables retrasos a causa del robo de cobre; el ministro de Transportes habló de «sabotaje» y su partido alimentó –por medio del argumentario para consumo interno– la idea de que quizá también el apagón fuera causado por la maliciosa acción de una derecha conspirativa. Y si cuela, cuela…

Se manifiesta así una brecha insalvable entre la función atribuida a los ministerios y la manera en que sus dirigentes responden cuando se les piden explicaciones en caso de crisis. Porque no se trata de ofrecer argumentos plausibles, sino de eludir cualquier responsabilidad a fin de preservar la integridad del relato gubernamental; la rendición de cuentas es imposible en un escenario político donde la polarización juega un papel decisivo. Recuérdese que la actual coalición de gobierno solo se justifica mediante el establecimiento de una barrera insalvable –ontológica– entre demócratas progresistas y extremistas autoritarios.

Cuando se discuten aspectos de la gestión gubernamental en los que la competencia técnica juega un papel destacado, sin embargo, la distinción entre buenos y malos es incapaz de ofrecer explicaciones plausibles; de ahí que se haga necesario doblar la apuesta contra los discursos críticos. Y así es como el pasado domingo nos desayunábamos con un artículo del diario El País donde se afirmaba que la «teoría» del deterioro de los servicios públicos «erosiona la democracia». ¡Con Weimar hemos topado! O sea: no se debe llamar la atención sobre la calidad decreciente de la red ferroviaria, ni alertar sobre la saturación del sistema público de salud; hacerlo es propiciar el colapso de nuestra democracia.

Huelga decir que la oposición aprovechará estos episodios para atacar al Gobierno; no hace falta recordar a los socialistas que ellos atribuían los accidentes ferroviarios a la política del «déficit cero» auspiciada por el segundo Gobierno de Aznar. Pero de ahí no puede deducirse alegremente que la preocupación por la calidad de los servicios públicos sea una añagaza de la derecha; esa misma derecha gobierna en numerosas comunidades autónomas y nadie alega riesgo de autoritarismo cuando –por ejemplo– se arremete contra la sanidad madrileña.

«Una política emancipada de la realidad termina por convertirse en voluntarismo o propaganda»

Por lo demás, eso de reducir a la condición de «teoría» las críticas al Gobierno no supone ninguna novedad. Así se ha venido calificando por parte de los medios oficialistas la afirmación de que Pedro Sánchez ejerce el poder a la manera iliberal, pese a la abundancia de pruebas concluyentes –amnistía a cambio de investidura, captura del Tribunal Constitucional, colonización de organismos e instituciones estatales, desprecio del parlamento, falsos amagos de dimisión, críticas a jueces y medios de comunicación, uso habitual de la mentira– a disposición de los observadores.

La cuestión de fondo queda a la vista: ¿bajo qué condiciones debatimos acerca del desempeño gubernamental? Aunque la política no puede reducirse a los hechos, pues los hechos no son catalogados de manera neutral ni carecen de envolturas conceptuales, una política emancipada de la realidad termina por convertirse en voluntarismo o propaganda. Ya que no podemos hablar de igualdad o libertad sin hacer juicios de valor, pero debemos apoyarnos en datos cuidadosamente recabados si discutimos la calidad del servicio ferroviario o el rumbo de la transición energética.

De lo contrario, iremos a ciegas: privados del punto de referencia que permite organizar la discusión a partir de unas prioridades que han sido antes fijadas –ellas sí– mediante el proceso político. Y eso, en fin, es lo que algunos querrían.



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