Sólo en dos ocasiones un juez se ha desplazado al Palacio de La Moncloa para tomar declaración a un alto cargo político desde la reinstauración de la democracia en España en 1978. La primera tuvo lugar el 30 de julio de 2024, cuando el juez Juan Carlos Peinado se trasladó a La Moncloa para interrogar al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, como testigo en la investigación sobre presunto tráfico de influencias relacionado con su esposa, Begoña Gómez. La segunda fue el pasado 16 de abril. De nuevo, el juez Peinado acudió a La Moncloa para interrogar al ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, en calidad de testigo sobre la contratación de una asistente para Begoña Gómez.
No he encontrado registros públicos de que un juez se haya desplazado a La Moncloa para tomar declaración a un alto cargo político con anterioridad. Durante escándalos de corrupción como el caso GAL, los fondos reservados o la Gürtel, las comparecencias de presidentes o altos cargos se produjeron, cuando fue preciso, en tribunales o comisiones parlamentarias, no en La Moncloa.
En estos dos únicos casos, la declaración se realizó en la sede de la Presidencia alegando motivos de seguridad y logística. Soy leguleyo, así que no seré yo quien cuestione la pertinencia de esta medida. Pero me pregunto cómo es posible que hayamos llegado al extremo de que los jueces tengan que acudir a La Moncloa para interrogar al presidente del Gobierno y a su súper ministro. Y la única respuesta que se me ocurre es que España hiede a corrupción. Una corrupción que, con Sánchez, se ha vuelto absoluta.
Pensamos que la corrupción es simplemente una forma más elaborada y no violenta de robar. Una especie de impuesto revolucionario que algunos políticos parecen considerar legítimo para resarcirse del arduo trabajo de gestionar nuestros dineros. Sin embargo, el coste real de la corrupción va mucho más allá del dinero sustraído. Lo que los corruptos se llevan en sobres o maletines casi es lo de menos; el verdadero estrago está en lo que destrozan por el camino.
Que un ladrón allane tu casa y se lleve joyas y dinero es muy desagradable, por supuesto. Pero supongamos que, para entrar, revienta varias puertas; para desactivar la alarma, arranca la caja de los diferenciales eléctricos; para buscar la caja fuerte, pica paredes y suelos; y, finalmente, para borrar sus huellas, prende fuego a la vivienda. Poco más o menos estos son los efectos de la corrupción en esa casa común que llamamos nación: no es un robo limpio y quirúrgico, sino un destrozo generalizado para llevarse una pequeña parte del botín.
«Los corruptos necesitan justificar su botín. Y para ello generan una selva de regulaciones inescrutable»
Escribió Montesquieu que «una injusticia hecha al individuo es una amenaza hecha a todos». ¿Cuánto mayor será entonces la amenaza cuando la injusticia es institucional y sistemática? O peor, ¿y si la amenaza se convierte en un estilo de gobierno?
Durante un tiempo algunos teóricos creían que la corrupción podía ser un «lubricante» que ayudaba a hacer girar la pesada maquinaria burocrática, a acortar plazos y salvar trámites absurdos. Esa visión era tan ingenua como pensar que los sistemas mafiosos, que ofrecen protección a cambio de dinero, realmente protegen de la acción de otros delincuentes y no de las propias mafias que los proporcionan. Del mismo modo, la diarrea legislativa no es una afección provocada por la bacteria de la estupidez tecnocrática que descompone las tripas del Estado. Muchos de los trámites que rozan el absurdo no están ahí por error, sino por diseño. Se legisla con la intención de crear cuellos de botella que sólo pueden ser superados mediante la relación de parentesco, sea política o familiar, o el pago del oportuno peaje.
Los corruptos necesitan justificar su botín. Y para ello generan una selva de regulaciones inescrutable. Quien quiera moverse por ella sin pertenecer a algún clan político o sin pagar mordida, corre el riesgo de quedar atrapado en arenas movedizas jurídicas. Cada obstáculo es una oportunidad de enriquecimiento. Cada norma absurda, un coto de caza para favores y comisiones. La corrupción se convierte de esta forma en un arte perverso, el arte de complicar la vida al ciudadano para luego cobrarle por simplificársela. Es un estupendo negocio, pero para unos pocos.
Tal y como parece haber sucedido con la trama de los «cupos» en la obra pública, la corrupción no solo infla los precios de las licitaciones, también hunde la calidad de ejecución e impide que las empresas compitan y sean eficientes. No hace falta invertir en I+D ni reclutar a los mejores ingenieros, ni siquiera esforzarse en motivar a los que están en plantilla. Basta con deslizar un sobre aquí o allá para triunfar. De hecho, como en la trama de las mascarillas, ni siquiera hace falta que la empresa sea real. Basta cualquier registro mercantil para actuar como intermediario y hacerse de oro.
«El coste de permitir que los corruptos se embolsen un millón se traduce en una factura para la sociedad diez o veinte veces mayor»
A menudo, el coste de permitir que los corruptos se embolsen un millón se traduce en una factura para la sociedad diez o veinte veces mayor. Como esos proyectos faraónicos alérgicos a los estudios de mercado; por ejemplo, esa sospechosa devoción por las líneas de Alta Velocidad en el país de los cercanías destartalados y propensos a la combustión espontánea. Líneas de Ave que se inauguran con discursos propagandísticos, acompañados de canapés y cámaras. Momentos políticos tan estelares como ruinosos. Verdaderos monumentos al despilfarro.
Desgraciadamente, de la corrupción lo que más suele llamar la atención son las estampas pintorescas, como la de la furgoneta —o putoneta— con prostitutas de Valencia camino de Teruel, porque las señoritas locales al parecer no eran del agrado de los egregios capitostes. O las anécdotas chuscas, como la del alcalde pillado desviando fondos públicos para construir una estatua… de sí mismo. Y que, cuando lo confrontaron, declaró que era «un homenaje al progreso». Al fin y al cabo, el pueblo terminó usándola como perchero comunitario.
Sin embargo, la corrupción es un drama sin gracia porque su destrozo no se limita a la economía; también destruye la moral pública. Si los de arriba hacen trampas, ¿por qué no habría de hacerlas el ciudadano medio? Un sistema donde la corrupción no es la excepción sino la norma contamina las percepciones de las personas, destruye la confianza mutua, estimula el cinismo y convierte la resignación en el estado de ánimo de la mayoría.
Entonces sucede lo inevitable: se pierde la fe en el sistema. La gente empieza a pensar que todos los políticos son iguales, que nada va a cambiar, que el mérito, el esfuerzo y la honradez son artilugios para tontos. En ese clima de descreimiento, el respeto por la legalidad ya no es una convicción, es una obligación molesta que, a la vista del percal, incluso se percibe injusta. Si los espabilados de la trama de los hidrocarburos pueden defraudar centenares de millones de euros al fisco sin despeinarse, ¿por qué Juan Español no se va ahorrar el IVA de un puñado de facturas de poca monta?
«Cuando la corrupción se convierte en la norma, la legitimidad de las instituciones se desmorona»
«El lenguaje político está diseñado para que las mentiras suenen verdaderas y el asesinato, respetable», escribió Orwell. Sustitúyase «asesinato» por «corrupción», y la frase queda para enmarcar y colgar en todos los colegios e institutos. Mejor sería contextualizar la corrupción que las películas «machistas» que emite RTVE en Cine de barrio, porque cuando la corrupción se convierte en la norma, la legitimidad de las instituciones se desmorona. La democracia deja de inspirar respeto para inspirar sospecha. Y ese desprestigio abre la puerta a aventuras autoritarias promocionadas como imprescindible «limpieza general».
La corrupción no es sólo una pérdida económica. Es una regresión civilizatoria que arrastra la democracia hacia el populismo, después a la oclocracia y de ahí al caos, para finalmente regresar a la tiranía. Además de frenar el crecimiento y empobrecernos, distorsiona la percepción de lo que consideramos correcto y cívico, rompiendo los lazos invisibles que permiten que una sociedad funcione: confianza, cooperación, respeto a la norma y sentido común.
No, los verdaderos costes de la corrupción no aparecen en los titulares de los diarios. Están implícitos en cada negocio que cerró o nunca pudo abrir, en cada joven sin esperanza o en el que, desesperado, opta por emigrar, en cada servicio público que no funciona o lo hace a duras penas con un coste enloquecido y, sobre todo, en cada ciudadano que, resignado, ya no espera nada de sus representantes. Si acaso, sueña con que el sistema se venga abajo, aunque en su caída se lo lleve por delante. Después de todo, no es que los corruptos hayan convertido el Estado en su cortijo. Es que lo han hipotecado y nos han puesto de avalistas.