Este fin de semana, un día antes de la gran manifestación por la bajada de los alquileres, mientras en Madrid caía el diluvio universal, tomé el Cercanías en Atocha para ir a Móstoles, donde me esperaba Suchi, el ya casi legendario librero de Delirio, uno de esos establecimientos que consiguen esa proeza que es vertebrar un barrio. Hay en esta cosa gigante y heterogénea llamada Madrid tanta sed de identidades propias que los vecinos de los distritos se buscan argumentos de lo más peregrinos para sentir un orgullo de pertenencia, y así es como, por ejemplo, en La Elipa presumen de un dragón de minigolf que no es gran cosa, pero ahí está, viendo pasar el tiempo, con canciones de Burning de banda sonora.
Fui a Móstoles, repito, porque Suchi, el librero más entusiasta de toda la comunidad autónoma, me invitó a hablar sobre un tema en el que de pronto soy experta: los pijos de España, un grupo social inasible que desde hace tiempo ya parece tener más conciencia de clase o al menos más facilidad para aglutinar intereses y ponerse de acuerdo que los obreros. Eso, en el supuesto de que de verdad podemos delimitar qué es un pijo y que demos por bueno que los obreros pijos no existen.
En la puerta de su librería, Suchi me contó que en la plaza donde sábado tras sábado consigue reunir a gente de diversos pareceres y procedencias (todos vecinos) para escuchar a diversos autores (todos normalmente más bien de izquierdas) hay una señora cuya ventana luce una gigantesca bandera rojigualda. Él paró un día por la calle a la señora en cuestión y le preguntó que, si no le importaba, y solamente para satisfacer su curiosidad, le explicase por qué esa enseña tan grande en un lugar tan destacado de su hogar: ella le explicó que un día a la semana prepara comidas para gente en riesgo de exclusión social, las mismas que acuden otros días al comedor público, y que así saben dónde es. “Me dio una gran lección”, decía el librero, entre unas risas tan generosas como él.
De vuelta a Madrid, de nuevo en el Cercanías, fui hablando con una de las personas que había acudido a la presentación. Margo, 25 años. Trabaja como gestora en una galería de arte de Carabanchel. Le pregunté qué tal ese barrio. Me dijo: “Pues está bastante bien. Es auténtico y ya están abriendo los primeros puestos de café de especialidad”. Mentiría como una auténtica bellaca si dijese que no me pareció bastante bien que la única zona en la que actualmente Idealista me muestra pisos que me podría costear (menos de 250.000 euros) muestre ya indicios de ese tipo de coquetería que algunos llaman gentrificación.
Aunque no lo admitan, le pasa a muchos de los compradores de mi generación que han ido colonizando los barrios del sur de Madrid y que se fueron allí porque no podían permitirse otras zonas. Reniegan de lo hipster pero, poco a poco, han ido construyendo una especie de mitología en torno a la supuesta mística del “barrio”. El barrio como lugar de “hermandad”, como escenario de “lucha vecinal”, como espacio “auténtico”. Eso les da una pátina de sofisticación o coolismo que les libra de esa vergüenza de clase, tan madrileña, que sienten los que han crecido escuchando cosas terribles de esos lugares a los que, de no ser por la letal combinación de precariedad laboral y precios de la vivienda inflados, jamás habrían ido.
Los nuevos colonizadores de los barrios del sur, jóvenes pero no tan jóvenes, con inquietudes artísticas y culturales, son conscientes de que las calles a las que se mudan porque no les queda otra un día fueron ríos de barro, y las casas, chabolas, que fueron sustituidas por infraviviendas, ahora vendidas a precio de mansión.
Y para que duela menos la compraventa, muchos se adueñan de las biografías de los que les precedieron y convierten las luchas de los que llegaron allí antes que ellos en propias: para evitar que los acusen de pardillos o de gentrificadores, cosas que son (y si finalmente me voy a Vista Alegre, somos). Es comprensible: es mucho mejor presumir de capital cultural y social que de dinero. El problema es que los buitres especuladores vuelan en círculos en torno a todo lo cool en cuanto brota. En Móstoles, por cierto, está la sede de Supracafé, empresa que ahora dice hacer “café de especialidad”, pero que lleva casi medio siglo siendo un tostadero.