Al poco de llegar a Noruega, después de cenar, me quedé dormido con la luz crepuscular aún reflejándose en las paredes de la habitación. Me desperté unas pocas horas más tarde, ya de madrugada, con esa misma luz brillando en el horizonte. Ningún coche cruzaba la avenida que daba al fiordo, pero se escuchaba el canto de los pájaros. Fueron mi compañía durante todos los días que pasé en el norte. Me levanté para tomar unas notas en mi diario. Antes, me duché y me preparé un té, revisé los mensajes del móvil y me senté junto a la ventana buscando las gaviotas noctámbulas que había oído chillar. Ahora me arrepiento de no haber salido a la calle a pasear por aquella tierra de nadie; o, mejor dicho, por aquel tiempo de nadie en que los hombres duermen y los pájaros cruzan los cielos cantando al amanecer. Empecé a escribir y recordé un disco de mi juventud: el Cantus Arcticus del compositor finlandés Einojuhani Rautavaara, quizás una de las piezas más hermosas que se han compuesto en la segunda mitad del siglo XX.
Estrenada en 1972, combina el sonido de la orquesta con grabaciones de las aves del Ártico. Se trata de un canto extraño, ajeno al ser humano, que se ofrece a cambio de nada; sencillamente, una belleza gratuita que se esparce por toda la creación, antes y después del tiempo histórico. No se afirma aquí ninguna identidad reconocible, no se propone ningún discurso narrativo que pretenda decirnos algo, ni siquiera aparece la intención de reclamar las bondades de un dios panteísta.
«Escuchar, pensé, constituye una forma de humildad. También es una forma de amar»
Al contrario, esta pieza representa la antítesis de lo que hoy entendemos por arte. Nos habla de una verdad que se entrega sólo si queremos acogerla y que exige silenciar el parloteo de nuestro mundo hiperactivo. Durante siglos, las grandes tradiciones culturales y religiosas nos han recordado la corresponsabilidad del hombre con la creación: reyes y servidores, somos imagen de Dios y, a la vez, fango del Paraíso… La modernidad, en cambio, ha pretendido eliminar esta tensión intrínseca. Nos proclama dioses o esclavos a costa de no reconocer la procedencia y el destino de nuestra humanidad, sus límites y su grandeza.
Cada noche en Trondheim me acompañaron aquellos cantos. En parte, los anhelaba. Había traído conmigo un pequeño libro con los sermones de un monje cisterciense del siglo XII, Isaac de Stella. Los leí en la ribera de un mar nervioso, agitado. Un cementerio me daba la espalda. En su sermón 27, Isaac habla del vuelo de los pájaros: «Cuando quieren lanzarse al aire, se inclinan hacia el suelo. Presionan su cuerpo contra la tierra antes de elevarse». Y comenta a continuación que esta misma ley rige también para el hombre. Si queremos llegar al cielo, antes debemos dejar atrás los honores y las riquezas, tocar el suelo y convertirnos de nuevo en humus, esto es, hacernos como niños y recuperar nuestra humildad original.
Rautavaara grabó el canto de las aves en las tierras pantanosas de Liminka, en el borde del círculo polar ártico. Yo escuché este canto un poco más al sur, en la vieja ciudad medieval de Nidaros, cuando el mundo dormía y las noches blancas se asentaban en la memoria. Escuchar, pensé, constituye una forma de humildad. También es una forma de amar. Si escuchamos con atención, se nos revela algo que habitualmente ignoramos. Y debemos agradecerlo.