Se debate nuestra Patria en uno de los momentos más dramáticos e inseguros de su reciente historia. No resulta explicable el deterioro provocado en las instituciones ni el apoderamiento de las mismas por el Gobierno. Todas están marcadas por un intervencionismo feroz y sobre todas cae la sospecha del buen hacer o la influencia del presidente sobre personas impuestas por su cercanía ideológica, a la que ciegamente se someten. El brutal ataque ejercido contra el Poder Judicial resulta inconcebible en un sistema político basado en el concepto Estado de Derecho y significado por la división de poderes. El Ejecutivo llega a insultar abiertamente a los jueces que conocen de causas que al mismo comprometen y obvian de manera sistemática el imperio de la ley, convertida en vil instrumento político al servicio de espurios intereses. La última «cabriola» protagonizada por el Tribunal Constitucional (»aquí no ha pasado nada») es una aberrante demostración de sumisión del tribunal de garantías al designio del omnímodo poder del presidente. Todo ello deriva en una abominable situación de inseguridad jurídica de incalculables consecuencias, que comprometen el mismísimo futuro de la nación. Ello se traduce en una injusta desconfianza en los jueces, que a nadie beneficia.Mientras esto ocurre, existen otras realidades de no menor calado, que oprimen la paz ciudadana y que parecen de imposible solución. El problema de la violencia de género es, de hecho, una cuestión sin solución, al que he tenido ocasión de referirme en algún momento. Constituye una expresión de la barbarie más abominable, frente a la que la sociedad asiste estupefacta sin que se acierte a encontrar medidas que lo frenen. Se trata de una cuestión de imposible solución policial y de inviable previsión. Ni las pulseras telemáticas, ni las órdenes de alejamiento ni las leyes se alzan contra esta pandemia creciente. El mecanismo es tan simple como repentino. Imposible de analizar las causas y motivaciones, la voluntad del autor y el momento de su dañina decisión.El agresor conoce y acepta perfectamente las consecuencias de sus actos. A veces, se aplica él mismo la condena poniendo fin a su vida. No importa entonces la aplicación de las normas, no hay ley que pueda impedir el acto y, tras su ocurrencia, la sociedad se limita a arbitrar minutos de silencio y manifestaciones ante nadie, horrorizada por lo acaecido. Y es que la cuestión trasciende de las normas y se alza en espiral sin que pueda evitarse. Se trata de un asunto que nace en la incultura, en la ineducación y requiere, por tanto, de tiempo y aplicación para reducirlo, al menos. Mas de momento, carece de solución.La otra cuestión a que quería referirme es la atinente al fenómeno migratorio, cuya consideración parece ocupar hoy planos de actualidad. España, con sus islas, constituye el sur de Europa y a sus playas acceden preferentemente embarcaciones llenas de desespero y en busca de un mundo mejor, que casi nunca se encuentra. La realidad de esta cuestión ofrece aristas muy diversas, siendo de una delicadeza extraordinaria y motivadora de constante desencuentros entre administraciones y partidos políticos. Ciertamente España tiene la obligación de cuidar la integridad de sus fronteras, lo que comporta una actividad eficiente de impedir en lo posible que se acceda ilegalmente al territorio español, obligación que parece olvidada. Una vez pasadas las fronteras se plantea el problema de la inserción del infractor en el mundo de las relaciones y actuaciones de los nacionales; generalmente se trata de personas incultas, desconocedoras del idioma y las costumbres y que se instalan con sus dogmas y fantasmas sin concesión alguna a las normas del país que los acoge. Curiosamente no pocas situaciones a que hemos aludido al hablar de la violencia machista son protagonizadas por personas inmigrantes. Su inserción en el mercado laboral se ve muy condicionada por sus carencias y su absentismo supone un potencial peligro para la paz, pues habitan barrios marginales y el obligado ocio les impulsa a situaciones de desespero o delincuencia.Un aspecto no menos importante es el referido a los menores no acompañados, los denominados «menas», a los que el Estado debe proteger hasta su mayoría y que son internados en centros que difícilmente pueden subvenir a su educación y a su preparación para cuando consigan su libertad obligada. Mientras, vagan sin medios por las calles, imitando las costumbres de otros jóvenes, perniciosas las más de las veces y constituyendo, en no pocas ocasiones, un potencial peligro para la paz. Y es que la presión migratoria que es, sin duda, una cuestión humanitaria, requiere una regulación ordenada y dirigida a una serena convivencia con los españoles, tan difícil de lograr.Son aspectos de una nación devastada, con un gobierno que utiliza las leyes como instrumento de perversa política, que no respeta las instituciones, instaurando situaciones jurídicas indeseables cuya posibilidad fueron en un pasado negadas.SOBRE EL AUTOR Antonio Moreno Andrade Magistrado
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Cuestiones nada menores
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