En su crónica de una tertulia celebrada en la Fundación Quinta República, el Listín Diario citó en septiembre del 2007 al entonces presidente Leonel Fernández que dijo que el sistema democrático se inició en el país en 1978 con el ascenso a la presidencia de Antonio Guzmán, quien (cito) “aplicó una política de respeto a los derechos humanos, libertó a los presos políticos y permitió el regreso de los exiliados…”
La apreciación es cierta en cuanto a los efectos de esa administración en la vida nacional. Pero la parte citada refleja una percepción muy particular de la realidad social y política del país subordinada a sus necesidades como candidato y un oculto complejo de culpa. Guzmán no hubiera podido hacer lo que hizo si le hubiera tocado gobernar en 1966. Los doce años de represión balaguerista allanaron el camino a lo que pudo hacerse después. Un estado de respeto a los derechos humanos no se crea mediante decreto. Se da como resultado de todo un proceso, muchas veces lento y tortuoso, como fue el caso si se quiere durante los primeros mandatos de Balaguer.
No fue la primera ocasión en que Fernández hiciera pública gala de desprecio al hombre que le permitió alcanzar la más alta cima del poder, sin el cual, quién sabe, sería hoy no más que otro importante dirigente del PLD. Clemenceau escribió que “no ocurre nada importante sin que intervenga el azar” y fue ese golpe de suerte, registrado con aquella famosa alza de manos que una foto guardó para la historia, el que cambió la suerte de Fernández y la del país.
A pesar de cuanto se le cuestionó y todavía cuestiona es curioso que un Congreso con alta representación del PLD y del PRD le concediera a Balaguer y no a Guzmán el título de Padre de la Democracia, la que es un hábito, fruto de muchas experiencias, a la que se llega con la práctica y la educación. Se adquiere cuando se aprende la trascendencia del respeto a la ley por los gobiernos y por los ciudadanos.
