Castilla es lugar de extremos, de fríos en invierno y de calores en verano. La primavera es un oasis cuyo recuerdo pasa de generación en generación pero que nadie ha visto jamás. Ayer entró el verano y su antesala fue otro verano. El veintiuno de … diciembre llegará el invierno y sólo recordaremos el frío de noviembre. El carácter se consigue así; forjando el metal y, después, enfriándolo, endureciéndolo y martilleando sobre él, afilando, templando y volviendo a empezar. Así se entiende esta tierra llena de campos de cereal que la mitad del año son terreras, otro tanto son mares de espigas y sólo reservan un breve espacio en la memoria crédula y enamorada para el verdor, como el de la primavera.
Así entendemos a Isabel La Católica haciendo de estas tierras ese manto áspero al que amar, esa tierra yerma que hicieron florecer unas simples ovejas y que ahora se repliega atónita ante el fulgor de los millones de píxeles de un teléfono móvil que convierten en viral una tierra destrozada por las amapolas. Así entendemos a los castellanos viejos en las solanas de los pueblos viendo pasar a los hijos del pueblo y a los forasteros. Saben que lo que tienen bajo su cachaba, poco o mucho, les pertenece. Así entendemos que el mundo no nos entienda y que el ceño fruncido de quien mira al cielo esperando que llueva sea atractivo porque tiene esperanza y tierras.
Luego llega el verano y las ciudades y los pueblos, repletos de urbanitas, se inundan de gentes en tirantes. Las calles se llenan de pantalones cortos, de camisetas breves, de gorras, gafas de sol, de camisas abiertas, de vestidos transparentes. En Castilla la gente no está morena porque hace demasiado calor como para tomar el sol pero los guapos aparecen bronceados como si llevaran dos meses en las eras. En el hervidero de las terrazas las mangas de los polos se ajustan al tamaño de unos músculos infrautilizados, excelsos, perfectos. Eso hacen en verano los guapos de capital, los que no llevan bastón, los que siempre viven en primavera, los que odian que llueva.
Los semiguapos, mientras tanto, se afanan en agrandar torsos, en elevar pechos, en ponerse morenos con el sol de la era. Salen a las terrazas y compiten con los guapos de veras. La gorra y las gafas de aviador no logran disimular la marca de la boina recibida en herencia pero se cuelgan un manojo de pulseras en la muñeca y bailotean. Son semiguapos en un mundo que no es el suyo, un mundo en el que no hay primavera. Hay veces, cuando el calor aprieta, que es mejor meterse en casa a la hora de la siesta. Dejemos el verano para los guapos y sus primaveras, cuando se levante el amargacenas todos nos pondremos una rebequita y seremos igual de feos.