Table of Contents
Este viernes 31 de octubre se cumplieron 175 años de la inauguración del Palacio del Congreso de los Diputados. La ceremonia consistió en el solemne acto de apertura de las Cortes. El discurso de la Reina Isabel II, escrito por el severo gobierno de … Narváez, no decía una palabra del nuevo edificio, fruto de una iniciativa del progresista Espartero; y la Reina no estaba para festejos, puesto que el 12 de julio anterior había perdido a su primer niño, que murió al nacer.
Aquel 31 de octubre, el hemiciclo estaba abarrotado de diputados, senadores y diplomáticos. Se habían invertido siete años y diecisiete millones de reales en levantar la sede parlamentaria. Algo nuevo y necesario: durante cuatro décadas, desde 1810, nuestros representantes habían peregrinado por teatros, iglesias y conventos, únicos edificios capaces de albergarlos. Las cortes anteriores, suspendidas por Narváez el 18 de febrero de 1850, se reunían todavía en el salón de baile del hoy Teatro Real.
El traslado del Congreso a la Carrera de San Jerónimo permitió que apenas tres semanas más tarde, el 19 de noviembre, la misma Reina Isabel inaugurara el Teatro Real con la interpretación de ‘La Favorita’.
Se esperaba que la nueva sede constituyera una exposición permanente del talento artístico y fabril de la España de su tiempo. En palabras de su arquitecto, Narciso Pascual y Colomer, «la construcción de los edificios públicos, y muy particularmente de los palacios, que en su interior deben estar ricamente decorados, se considera siempre como el más fausto acontecimiento que puede ocurrir en una Nación, así en beneficio de las nobles artes como de las mecánicas».
Las elecciones
Celebradas nuevas y amañadas elecciones, se estrenaba aquel 31 de octubre el nuevo edificio junto a una nueva y aplastante mayoría ministerial. No era el momento más brillante de nuestra vida parlamentaria: regía los destinos de nuestra nación el llamado Espadón de Loja, y su ministro de Gobernación, el conde de San Luis, consiguió que las actas electorales levantaran tantas dudas que apenas una semana después de la apertura solemne, el 6 de noviembre, se retiraban del hemiciclo los escasos progresistas en tener representación, encabezados por Madoz, quien renunció a su escaño.
Y es que la vida parlamentaria no consiste en certámenes poéticos ni en batallas florales. Así, el pasado 8 de octubre, el Feijoo recordó a Sánchez algunos hechos, que reproduzco literalmente del Diario de Sesiones:
«Patético, señor Sánchez. (Risas. —Aplausos). Mire, un breve repaso de sus mentiras. Decía usted: mi hermano y mi mujer son inocentes; ocho delitos investigados. Ábalos es una persona honesta; sentado en el banquillo del Tribunal Supremo y la próxima semana volverá. Santos Cerdán es un buen socialista; en la cárcel desde el mes de junio. Queremos abolir la prostitución; y lo dice usted, que ha vivido de ella, y su Gobierno que ha pagado con dinero el consumo de prostitución. (Aplausos)».
El Congreso actual
El presidente del Gobierno, nada impresionado, contestó, entre las risas de sus epígonos, un chulesco:
«—¡Ánimo, Alberto!».
En la cúpula del hemiciclo, quizá se sonrojó la alegoría de la Pureza que Carlos Luis de Ribera pintó pisando con desprecio una talega de monedas…
Lo malo o lo abyecto de quienes con su presencia y sus palabras deshonran el templo de la democracia, la cuna de las leyes, es insignificante al lado de lo que representan y simbolizan las instituciones. La sede del Congreso constituye, toda ella, un artístico tributo a aquellos que sufrieron toda clase de persecuciones o calamidades por defender nuestras libertades. En la sede de nuestras Cortes, la piedra se pone al servicio de la memoria viva y de la esperanza en una España mejor.
Quizá lo más valioso de ese magnífico edificio no sean los soberbios leones de bronce de Ponzano, ni la estatua de Isabel II de Piquer, ni los espléndidos estucos, ni los cuadros notables firmados por talentos como Gisbert o Casado del Alisal, sino obras de menor volumen pero quizá mayor mérito como los bustos dedicados a Argüelles o a Besteiro, el reciente tondo de Clara Campoamor, obra de Soraya Triana, o el pequeño homenaje a Castelar, firmado por Benlliure, en que a la belleza plástica se une el valor moral de los homenajeados.
Y más hermoso que cualquier mármol o bronce, son las palabras. Las palabras de nuestros libros, de nuestras Constituciones, diarios de sesiones y actas de comisiones, verdadero mapa histórico de nuestras leyes y arquitectura legal de nuestro Estado. De todos esos textos, quizá el más conmovedor es una sencilla carta en la que apenas se fijan los visitantes, aunque está expuesta en una vitrina, en la planta de acceso a las tribunas del público. Es la última carta de Torrijos a su mujer, escrita horas antes de su ejecución por defender la libertad y la Constitución, fechada el 11 de diciembre de 1831: «Amadísima Luisa mía: Voy a morir, pero voy a morir como mueren los valientes. Sabes mis principios, conoces cuán firme he sido en ellos, y al ir a perecer pongo mi suerte en la misericordia de Dios y estimo en poco los juicios que hagan las gentes». Torrijos y sus compañeros fueron fusilados en la playa de Málaga e inmortalizados por Gisbert en una de las obras maestras de la pintura universal.
El espíritu de Campoamor y Besteiro
Quizá hoy día los espíritus de nuestros mayores se pasean entre los escaños; quizá Clara Campoamor y Besteiro, cogidos del bracete, se dan una vuelta por el hemiciclo, comentando nuestra lamentable actualidad; quizá el íntegro Argüelles, tutor de una Reina, que dejó al morir algo menos de 600 reales, la mitad para comprar alpiste a sus canarios, se sorprenda del coste de algunas chistorras, a 500 euros el ejemplar; quizá Emilio Castelar, al oír discursos contra Israel recuerde su célebre respuesta al canónigo Manterola, que execraba a los judíos (actualizo la ortografía):
«¿Cree el Sr. Manterola en el dogma terrible de que los hijos son responsables de las culpas de sus padres? ¿Cree el Sr. Manterola que los judíos de hoy son los que mataron a Cristo? Pues yo no lo creo; yo soy más cristiano que todo eso, yo creo en la justicia y en la misericordia divina. Grande es Dios en el Sinaí; el trueno le precede, el rayo le acompaña, la luz le envuelve, la tierra tiembla, los montes se desgajan; pero hay un Dios más grande, más grande todavía, que no es el majestuoso Dios del Sinaí, sino el humilde Dios del Calvario, clavado en una cruz, herido, yerto, coronado de espinas, con la hiel en los labios, y sin embargo, diciendo: ‘¡Padre mío, perdónalos, perdona a mis verdugos, perdona a mis perseguidores, porque no saben lo que se hacen!’. Grande es la religión del poder, pero es más grande la religión del amor; grande es la religión de la justicia implacable, pero es más grande la religión del perdón misericordioso; y yo, en nombre del Evangelio, vengo aquí, a pediros que escribáis en vuestro Código fundamental la libertad religiosa, es decir, libertad, fraternidad, igualdad entre todos los hombres […]».
España y los españoles se merecen algo mejor y algo más. No estamos solos, porque el ejemplo de nuestros mayores nos recuerda que hay quien ofreció su talento, su tiempo, su vida y su libertad para que la Prensa pudiera publicar lo que desagrada al poder, para que los jueces fueran independientes, para que los gobiernos fueran justos y benéficos, para que los españoles pudieran elegir a sus representantes. Conviene recordarlo en este 175 aniversario de nuestro Palacio del Congreso.
