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De la tienda de campaña y la caravana al bungalow de lujo: “Ahora todo el mundo quiere ir de camping” | España

by Marko Florentino
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La tranquilidad es lo que más se busca. Las chicharras tamborilean entre el pinar mientras los humanos se achicharran y buscan desesperadamente la sombra de un pino y el chapuzón en la piscina. Los niños corretean por el césped, los adolescentes se zambullen y se pavonean junto al agua y vuelan los refrescos y las cervezas en el restaurante del camping, con vistas a la sobreexcitada prole mientras los mayores respiran. Varias decenas de personas variopintas suponen apenas un puñado de los 10 millones de campistas anuales estimados por el Instituto Nacional de Estadística (INE) en 2023 en los mil campings disponibles en España. La tendencia se multiplica bajo la era, o moda, de reposar entre aire libre y naturaleza. Con ello, a los usuarios habituales se les unen los urbanitas que piden lujo en pleno campo. Calma, hay tiendas, caravanas, cabañas o bungalows para todos.

La garita de Vicente García, de 41 años, bulle entre llamadas y reservas para las instalaciones municipales de Lastras de Cuéllar (Segovia, 310 habitantes). Este lugareño, afincado en Madrid por trabajo, se lanzó hace unos meses a gestionar el camping de Lastras y descubrió el otro lado de la acampada: de echarse a la aventura o dormir en refugios en su tiempo libre a ganarse la vida suministrando alojamiento para los demás. El segoviano pasea por el pinar, entre interrupciones para socorrer cualquier petición de la clientela, enumerando los atractivos de la zona: las Hoces del río Duratón, el deporte activo, la ornitología o la gastronomía. De fondo, la tranquilidad y cierto repunte popular: “Ahora todo el mundo quiere ir de camping”. Los asistentes a Lastras combinan esa veteranía de muchas noches de esterilla y saco con algún novato consultando, sobre todo para estancias de fin de semana, por los dos bungalows disponibles. Esas cabañas amplias, con cocina y toda clase de servicios, han creado el concepto de glamping, o sea, la mezcla entre lujo y comodidad bajo el siempre peleón concepto del camping. “Es otro rollo, a mí me saldría más rentable poner algún bungalow más pero éticamente me genera controversia, el campista tradicional simplemente quiere unos baños limpios y tomas de luz”, explica García.

La tendencia percibida por el emprendedor bajo los pinos castellanos se expande a escala nacional, sostiene Sergio Chocarro, gerente de la Federación Española de Campings, bajo la cual se encuentran las federaciones regionales. “Hemos incrementado los turistas nacionales y extranjeros, sobre todo españoles, que antes tenían una imagen negativa. Ahora hay instalaciones de ocio y acuáticas que nada envidian al resto de alojamientos, la estrella son los bungalows que atraen al perfil hotelero, que quiere más comodidad”, apunta Chocarro esgrime datos del INE como el aumento de un 45% en una década y un 13% tras la pandemia, lobotomía para urbanitas que rehusaban de aquello de dormir en el campo: “La gente buscaba aire y naturaleza, es el lugar ideal. Quienes nos descubrieron se han fidelizado, somos el paraíso de familias para que los niños tengan contacto con la naturaleza”. Así se ha esfumado los tópicos españoles, rechazados por los extranjeros, de simples tiendas de campaña o caravanas incómodas. Además, el precio razonable: en el de Vicente García una familia puede pasar el fin de semana por unos 100 euros. “Yo no puedo competir con los grandes campings o con una escapada a Asturias, pero aquí la gente a veces me pide unas mantitas por si refresca”, añade el responsable.

Una de las zonas comunes del camping El Calonge.
Una de las zonas comunes del camping El Calonge.Samuel Sánchez

Luego hay que añadir gastos imprescindibles, véase una sandía, cervezas, leche, embutidos, pan, huevos, patatas fritas, alguna botella espirituosa y algún capricho infantil, denominador común en un paseo entre los dispares asentamientos. Lucas Zanfaño, Eduardo Hernanz, Juan López, Sauce Gasco y Ángela Ramos, de entre 41 y 46 años y de Guadalajara, se citan en la piscina y acompañan con gusto al visitante hacia su base. Los cinco van de camping desde hace años, pues estos amigos de la infancia gustaban del turismo de aventura. Ahora que han tenido descendencia, sus críos acompañan a los papás y mamás. Encantados, claro, en la piscina y en el crisol de amistades veraniegas. “Queremos tranquilidad, cercanía y naturaleza”, resume Zanfaño, reacio a grandes instalaciones “que parecen más ciudades que campings”. Hernanz exhibe orgulloso un vehículo digno del rally Dakar donde lo mismo hay crema antimosquitos que una petanca, cuerdas, herramientas, menaje, alargadores y cachivaches de toda clase. Quizá la tienda de campaña o los colchones en furgonetas camperizadas o caravanas “no son lo más cómodo del mundo”, pero “son tres días al año y los niños lo agradecen”. Así lo corrobora Adán Fernández, apoltronado en una cómoda silla, tinto de verano a su diestra y crítico con los camperos de postureo: “Tras la pandemia mucha gente se ha echado al campo y no tienen nociones, van a verlas venir”.

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Al lado, un matrimonio francés hincha un colchón mientras acredita otro tipo de cliente: el viajero internacional que pulula por España y se va asentando donde pilla. Maggy Lamota, de 45 años, ha venido con su marido tras una escapada por Portugal y quieren descansar en Segovia junto a sus dos hijos. El hornillo calienta la comida mientras ella reparte los platos y él hincha el colchón: “Los niños son felices al aire libre”. La explanada también aloja a un holandés errante, con una autocaravana valorada en muchos ceros, que llegó hace 11 días y va moviéndose en moto por los alrededores. Esta vez ha salido de ruta y deja con la duda de sus andanzas.

Javier Pérez y Amparo Culebra preparan un arroz en el camping.
Javier Pérez y Amparo Culebra preparan un arroz en el camping.Samuel Sánchez

Un poco más al fondo, la viva imagen de la felicidad campera: un hombre, a pecho descubierto y con el torso algo quemado por el sol, mima un arroz con bogavante cocinado con una bombona de gas. El arroz coge calor y sabor y el aire nubla los sentidos mientras el cocinitas, en posición de vacilar ante el manjar que se avecina, exclama el origen del crustáceo: “¡De las Hoces del Duratón!”. Este madrileño, de nombre Juan Antonio, unos 70 años y sin apellidos por su supuesta timidez, prepara el rancho para su pareja, su hija, su yerno y dos chavalitos. Javier Pérez y Amparo Culebra, de 41 y 42 años, se relamen ante el banquete. La autocaravana que conducen sirve de hogar rodante para el chef, quien ofrece una cerveza helada declinada con pesar y que presume de “vivir de camping” y moverse según le apetece: “Lo mejor es el aire libre pero ahora ya no nos dejan hacer nada”. La sandía, los aperitivos y la ginebra vigilan la escena bajo un bendito toldo mientras borbotea pausadamente el arroz, recién apagado como paso previo de saltar al plato. Los nietos -y el bogavante- hacen que al desahogado abuelo se le caiga la baba: “A mis otros hijos no los echo de menos”.



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