La ficción más fantasiosa y el más crudo realismo se entremezclan estos días en el escenario político catalán, creando un extraño cuadro de compleja interpretación. El fin del exilio de dirigentes independentistas beneficiados por la ley de Amnistía, entre ellos la secretaria general de Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), Marta Rovira, ha sido presentado esta semana pasada por su partido como una gran victoria política. Lo que en sentido estricto era el retorno a la patria de unos derrotados oficiales y soldados expatriados tras las batallas de 2017 ha sido aparatosamente convertido en un recibimiento de generales victoriosos. Autoengaño para quienes viven en una burbuja autorreferencial.
¿De qué victoria hablan? Si les están perdonando en aras a mejorar la enrarecida convivencia civil y política. Una interpretación benevolente del júbilo victorioso exhibido el viernes ante las cámaras de TV3 sería atribuirlo a que han logrado superar la rabiosa oposición a la amnistía ejercida por el potente sector del poder judicial que la rechaza y entorpece sin disimulo. Pero esa oposición no ha sido vencida del todo, porque queda por amnistiar nada menos que a Carles Puigdemont y Oriol Junqueras, entre otros, y no está nada claro cómo va a terminar la endemoniada pugna entre poderes del Estado.
Tan fantasioso como este júbilo de los derrotados independentistas es el convencimiento con el que secretario general de Junts, Jordi Turull, habla de la investidura parlamentaria de Puigdemont como próximo presidente de la Generalitat. Todos los actores parlamentarios saben perfectamente que Puigdemont no dispone de apoyo suficiente para ser investido. Como máximo, podría contar con 59 votos, contra los 76 que suman los grupos que le rechazan. El conjunto de los partidos independentistas ha perdido en las elecciones del 12 de mayo la mayoría absoluta que habían tenido desde 2012 en el Parlament. Y, en cambio, hay en esta Cámara una eventual mayoría progresista que podría sumar 68 votos para investir al candidato del PSC, Salvador Illa, si concluyen con éxito las negociaciones en curso entre el propio PSC, ERC y los Comunes.
De estas negociaciones entre los partidos progresistas solo se sabe que existen, que están protegidas por un compromiso de discreción, y algunos datos generales, como el título de los capítulos en que las plantean ERC y los Comunes: sistema de financiación, inversiones, política lingüística, vivienda, sanidad, etcétera. Realismo estricto y discreción al tratar sobre las cosas del comer, diríase, en contraste con la fantasía política derrochada en la acogida triunfal de la semana pasada.
Que haya acuerdo o no depende de Esquerra, porque así lo impone la aritmética parlamentaria, los 20 escaños de que dispone. Pero también porque su dirección se comprometió a someterlo, llegado el caso, a la consideración de los afiliados y nadie está muy seguro de la reacción que vaya a tener este colectivo. Desde el día siguiente de las elecciones, la base de ERC está sometida a una intensa presión de los contrarios a un acuerdo con el PSC, que abundan en el movimiento independentista. Desde Junts, hasta la Assemblea Nacional Catalana que ahora encabeza un airado Lluís Llach, pasando por la CUP, el independentismo enragé abomina de cualquier acuerdo con partidos españoles, aunque sean los que les han amnistia
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