Cuando uno llega al polo norte geográfico, cuentan los científicos y los viajeros que hollaron esos hielos, la brújula se vuelve inservible, nos desnortamos magnéticamente, cabría decir. ¿No tienen ustedes frecuentemente esa misma sensación de desorden normativo (moral o jurídico), cuando conocen de primera mano el rumbo de nuestras políticas públicas, las reformas legislativas que se proponen y no pocas resoluciones de nuestros altos tribunales?
Sea que nos refiramos a decisiones como las de rechazar un tratamiento médico salvador, o disponer de nuestra propia vida consintiendo a que se nos cause la muerte, o interrumpir voluntariamente el embarazo, decisiones todas ellas de especial trascendencia para la vida de los individuos, en los últimos tiempos, tanto el legislador como el Tribunal Constitucional, vienen afirmando que en esos, y en otros supuestos parecidos, estamos ante el ejercicio del libre desarrollo de la personalidad, uno de los fundamentos del orden político y de la paz social, de acuerdo con el artículo 10.1. de la Constitución española. Nuestro orden político es vocacionalmente «liberal» en tanto en cuanto delimita un perímetro de inmunidad frente al ejercicio del poder coactivo del Estado, una soberanía individual que también tiene como consecuencia que solo las más graves conductas que afectan a los bienes e intereses ajenos deben merecer el reproche penal, la imposición de castigos y penas.
Repugna por ello a la conciencia moderna saber que durante la tan loada II República existió una Ley de Vagos y Maleantes (1933) mediante la que se permitía dictar «medidas de seguridad» contra sujetos «peligrosos», verbigracia: vagos, ebrios y toxicómanos «habituales», rufianes, proxenetas, mendigos, entre otros «caracteres». En el año 1954 a esa lista se añadieron los homosexuales, entonces considerados enfermos – «sujetos caídos al más bajo nivel moral», se afirmaba en la exposición de motivos de la ley- y además «peligrosos» pues ponían en riesgo la paz social. En las célebres y celebradas memorias de Carlos Castilla del Pino, Casa del olivo, se da buena cuenta de en qué consistió durante tantos años la psiquiatrización de esos «desviados», individuos cuyas familias conseguían, con la connivencia de profesionales de la salud mental de la época, su internamiento en hospitales en los que recibían «tratamientos» terribles.
«¿Es que acaso es deseable que niños en edad prepuberal bloqueen su desarrollo hormonal o que niñas de 11 años pongan en riesgo su vida sexual como adultas o vivan en guerra con sus caracteres sexuales secundarios hasta el punto de someterse a cirugías radicales?»
La superación de ese tiempo ominoso de estigma, discriminación y subalternidad ciudadana, tanto para gays como para lesbianas, es lo que justamente se conmemora durante este mes. Y medidas que redundan en la pervivencia de esos estigmas, significadamente la prohibición de que los menores puedan ser sometidos a «terapias» para «modificar» su orientación sexual (repito: su orientación sexual) deben ser apoyadas.
No así, en cambio, y por razones precisamente vinculadas con el «libre desarrollo de la personalidad», la prohibición tout court de esas terapias cuando quienes pretenden someterse a ellas son adultos competentes, o cuando tales procedimientos están encaminados a persuadir a los menores, presuntamente afectados por una disforia de género, de que no se sometan a muy agresivos e irreversibles tratamientos farmacológicos o quirúrgicos. Y eso es exactamente lo que se propone en la Proposición de Ley Orgánica de Reforma del Código Penal presentada recientemente por el Grupo Parlamentario Socialista en el Congreso y cuya tramitación ha contado con el voto favorable de todos los grupos parlamentarios, salvo Vox y UPN, es decir, también del Partido Popular.
En la estela de una tendencia también muy de nuestros tiempos populistas, irreflexivos y política y moralmente esquizofrénicos, la proposición mezcla cosas que deberían ser convenientemente deslindadas. Es la deriva a la que, en un reciente y muy recomendable libro – Ecopopulismo (Tirant lo Blanch)- Alfonso García Figueroa se refiere como la del «pack de yogures», una suerte de «contrato de adhesión ideológica» que opera al modo de esos negocios jurídicos que se celebran entre partes muy asimétricamente situadas en cuanto a su poder de negociación (pruebe usted, amigo lector, a modificar alguna cláusula del préstamo al consumo que celebra con una entidad financiera).
Pues bien, en el mismo pack se nos cuelan, bajo el emotivamente cargado paraguas de la «terapia de conversión», los «… métodos, programas o terapias de aversión, conversión o contracondicionamiento, ya sean psicológicos, físicos o mediante fármacos, que tengan por finalidad modificar la orientación sexual, la identidad sexual o la expresión de género de las personas, con independencia del consentimiento que pudieran haber prestado las mismas o sus representantes legales». Hasta ahora, la promoción o práctica de tales terapias constituía una infracción administrativa; de prosperar la reforma será castigable hasta con dos años de prisión, pena que también alcanzará a los padres o representantes legales de los menores que consientan a la realización de dichas prácticas.
Pensemos en primer lugar en los adultos, esto es, individuos competentes: ¿en qué queda su «libre desarrollo de la personalidad»? Calibren por un momento en la esquizofrenia moral que viviremos cuando un profesional sanitario pueda practicar en España una eutanasia a un individuo que sufre una depresión mayor que se comprueba refractaria al tratamiento, pero que sin embargo podría ser castigado penalmente por ayudar psicológicamente, pongamos, a alguien que trata de ampliar su abanico de opciones sexuales convirtiéndose en bisexual (lo que objetivamente es, a mi juicio, una preferencia estrictamente dominante, puesto que uno amplía su espectro de individuos sexualmente deseables).
Cierto: el poder público debe velar porque los individuos no se vean engañados por falsas promesas, servicios fraudulentos o sometidos a tratamientos arriesgados o sobre los que no hay evidencia científica robusta en cuanto a su eficacia. Así y todo, ese paternalismo no alcanza a prohibir, ni mucho menos a castigar con la privación de libertad, a quienes «alinean los chakras», aplican raspado o «gua sha», preparan soluciones con flores de Bach para remediar la acidez de estómago o leen las cartas del Tarot a quienes anhelan saber si deben o no recuperar un viejo amor o emprender un nuevo rumbo profesional. ¿Será que el desarrollo de la personalidad es libre siempre y cuando esté, como los chakras, alineado con lo que sea considerado «bueno» por parte del poder político, esto es, alienado del individuo concernido que ya será más siervo que autónomo?
Y es que una vez que hemos aceptado que los adultos competentes pueden resolver farmacológica o quirúrgicamente su incongruencia de género sometiéndose a procedimientos extraordinariamente invasivos – vaginoplastias, faloplastias, mastectomías, tratamientos hormonales de por vida, etc.- esas mismas razones basadas en la autonomía deben permitir que cualquier adulto que sienta sufrir dicha incongruencia pueda querer eliminar la disforia y a lo que eventualmente pueda conducir. Es más: un estado de cosas en el que la incongruencia de género, la desazón, trauma, inconformidad, angustia que implica creer que uno «ha nacido en un cuerpo equivocado» no existe, es un estado de cosas mejor.
Exactamente por esas mismas razones es razonable, incluso debido, que los padres de menores que alegan sufrir incongruencia de género a edades en las que su juicio no puede ser concluyente, busquen descartar que ese anhelo no esconda en realidad otras circunstancias o condicionantes. No puede haber en esas pesquisas llevadas a cabo por profesionales de la psiquiatría infanto-adolescente estigmatizantes «terapias de conversión» penalmente castigables, sino buena praxis médica y la diligencia de padres sensatos que buscan lo mejor para sus hijos. De nuevo: ¿es que acaso es deseable que niños en edad prepuberal bloqueen su desarrollo hormonal o que niñas de 11 años pongan en riesgo su vida sexual como adultas o vivan en guerra con sus caracteres sexuales secundarios hasta el punto de someterse a cirugías radicales?
¿Es que acaso nos hemos vuelto todos locos, incluyendo la gran mayoría de nuestros legisladores? ¿Queda a quien le funcione la brújula?