Pasadas ya las horas más dramáticas de la tragedia de Valencia, y aunque aún se busca a varios desaparecidos y la vuelta a la normalidad parece muy lejana, crece el debate sobre las responsabilidades políticas de una catástrofe que ha costado la vida a más de 200 personas y ha dejado miles de damnificados y cuantiosos daños materiales. El Gobierno de la nación y buena parte de la izquierda han emprendido una campaña para centrar en el presidente de la Comunidad Valenciana, Carlos Mazón, todas las culpas de lo ocurrido el pasado 29 de octubre. Y lo primero que habría que recordar, por si alguien lo ha olvidado, es que estamos ante una catástrofe de origen natural, por lo que resulta completamente inaceptable endilgarle los muertos a una persona en concreto.
La gota fría no es un fenómeno nuevo, bien lo saben los valencianos. Y evitarla se antoja complicado, por mucho que el fanatismo climático nos quiera hacer creer lo contrario. No obstante, el ser humano ha sabido lidiar a lo largo de la historia con estos acontecimientos encontrando soluciones para minimizar los daños, y es evidente que en el caso de Valencia se podían haber tomado medidas en ese sentido: obras hidráulicas como la descartada presa de Cheste, recuperar la limpieza de los cauces de los ríos, impedir la construcción de viviendas en zonas inundables…
Por tanto, las responsabilidades de Mazón previas a la riada son limitadas, y en todo caso deben ser compartidas con todos aquellos políticos, tanto regionales como nacionales, que no han sabido tomar cartas en el asunto durante los últimos 50 años.
Por el contrario, lo que es irrefutable es que el presidente de la Generalitat no supo darse cuenta de la gravedad de los hechos ni en sus horas iniciales, cuando se fue a almorzar con una periodista y tardó en ponerse al frente de la gestión de la crisis, ni una vez conocida toda la dimensión de la catástrofe, al no pedir ayuda al Gobierno central, y la declaración de emergencia nacional, cuando era evidente que los medios autonómicos eran insuficientes para afrontar la tragedia.
Pero Mazón no es el único político que debería asumir su responsabilidad. La vicepresidenta tercera del Gobierno y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, jefa de las confederaciones hidrográficas, encargadas de la gestión de las presas y los ríos vinculados con la tragedia, y de la Agencia Estatal de Meteorología (Aemet), organismo responsable de alertar sobre este tipo de episodios naturales, ha estado completamente desaparecida durante días sin tan siquiera haber tenido la decencia de visitar la zona afectada.
Además, resultó ultrajante escuchar los primeros días a la ministra de Defensa, Margarita Robles, decir que no era tarea del Ejército socorrer a los damnificados («No podemos pretender que en un país el Ejército lo haga todo») y todavía estamos esperando una manifestación de solidaridad, en vez de amenazar a las empresas levantinas, por parte de la vicepresidenta segunda, Yolanda Díaz, que no perdió un minuto en correr a recoger ‘pellets’ en las playas de Galicia durante una campaña electoral pero que tampoco ha sido vista hasta ahora por Valencia. De su partido, Sumar, llegamos a escuchar a una diputada decir que no es su trabajo «achicar agua» para justificar al día siguiente de la tragedia el bochorno de haber suspendido toda la actividad parlamentaria salvo la toma de control de Televisión Española.
Sin embargo, la palma de la desfachatez se la lleva el presidente del Gobierno cuya responsabilidad como principal representante del Estado es inexcusable ante la mayor catástrofe natural ocurrida en nuestro país en lo que va de siglo. Pedro Sánchez decidió primero no actuar por un mero cálculo político –que el PP se hundiera en la gestión de la tragedia-, luego se lavó las manos con aquello de «si necesitan más recursos, que los pidan» y después huyó de Paiporta en una imagen que pasará a la historia, y no precisamente como ejemplo de valentía. En vez de asumir el mando de la crisis ha estado más preocupado por ganar «la batalla del relato» desviando la atención gracias a una poderosa maquinaria de propaganda: una supuesta agresión que nadie ha visto de un inexistente comando de ultraderecha, una infame campaña de publicidad en redes pagada por el PSOE, una manifestación teledirigida para culpar a Mazón…
Una vez que se haya encauzado lo más urgente de esta crisis, es obvio que el presidente valenciano deberá tomar nota de lo sucedido y actuar en consecuencia. Hay al menos dos consejeras de su equipo que están abrasadas, y él mismo tendrá que reflexionar si debe dar un paso al lado para no perjudicar a su partido en una comunidad tan importante. ¿Hay motivos para que Mazón se vaya? Por supuesto, pero no debería ser el único. Mucho peor que su indolencia de las primeras horas ha sido la perversión con que se ha comportado el Gobierno de Sánchez, responsable máximo de lo que pasa en España y al que se le ha notado demasiado que quería sacar tajada de la tragedia. Su último chantaje, ese «solo habrá ayudas para Valencia si se aprueban los Presupuestos del Estado», así lo demuestra.
Aunque algunos medios de comunicación pretendan distorsionar la realidad, los ‘errores’ del Ejecutivo central han sido muy graves, empezando por el fundamental: si tan mal creían en Madrid que lo estaba haciendo la Generalitat, ¿por qué no cogieron el mando de la gestión de la crisis desde el minuto uno? Y, una vez que se produjo la catástrofe, ¿por qué no enviaron toda la ayuda posible desde el primer día? ¿por qué llegó la prensa a la zona cero antes que los militares? ¿por qué se rechazó la ayuda internacional que ofrecieron países como Francia?
La magnitud de esta tragedia obliga a hacer una profunda reflexión, y no se puede despachar solo con la salida de una o dos personas. Aquí han fallado demasiadas cosas y es ineludible extraer lecciones prácticas para que nada de ello se vuelva a repetir. Como se ha visto, el Estado de las Autonomías no siempre es la mejor de las soluciones para resolver nuestros problemas. Y, una vez más, se ha puesto de manifiesto el enorme lastre que para España representa su clase política, incapaz de gestionar una crisis de estas características y con los dos principales partidos enzarzados en un espectáculo lamentable de acusaciones y reproches en vez de ofrecer una imagen de unidad en un momento tan dramático para la nación. Al menos queda el consuelo de una ciudadanía que sí ha sabido dar un ejemplo de civismo y solidaridad frente a la incompetencia de sus gobernantes.