De vez en cuando hay que hacer balance de lo que tenemos y lo que nos falta, como en esos concursos tipo «pasapalabra» en que cada cierto tiempo el presentador suspende la competición para contar los aciertos y fallos de cada concursante. Tendrán que disculparme si en este recuento repito enfáticamente cosas ya sabidas y sobre todo cosas que yo mismo he dicho en numerosas ocasiones. Quisiera ser siempre entretenido en estas columnas con las que les robo su tiempo -si ustedes se dejan- y sorprenderles con novedades novelescas, valga la redundancia. Pero a veces no puede ser. En ocasiones no hay más remedio que ponerse volteriano, pero no en clave humorística sino didáctica. Cuando a Voltaire le reprochaban que se repetía, él contestaba: «Me repetiré hasta que me entiendan». Por desgracia para ustedes, yo no soy Voltaire, tant s´en fault , y, por tanto, mis reiteraciones no serán tan afortunadas como las suyas, pero les aseguro que no son menos necesarias. De modo que vamos a ello.
Ustedes y yo somos ciudadanos de un Estado democrático, por lo que debemos felicitarnos, ya que no abundan tanto. Y el primer derecho de un ciudadano es seguir siéndolo, aunque haya que luchar para conseguirlo. La ciudadanía es como la salud, en ocasiones no presenta problemas y apenas nos damos cuenta de que disfrutamos de ella: pero en otras ocasiones sufre agresiones de peligrosos microbios, algunas células enloquecen y traicionan la viabilidad del conjunto, hasta el punto de que para volver a funcionar como es debido hay que ingerir remedios amargos, con contraindicaciones dolorosas y a veces son necesarias intervenciones quirúrgicas que hubiéramos preferido evitar. Pero nunca es una solución dejar que pase el tiempo y la enfermedad empeore, hasta el punto de que se convierta ya en incurable. Si la ciudadanía está acosada por enemigos dolosos y no se comprende en qué consiste ni, por tanto, puede defenderse, acabará perdiéndose en las arenas movedizas de las etnias, que cambiarán los derechos cívicos por la genealogía más o menos mitológica. Hoy en España el primer y principal problema de todos los ciudadanos conscientes es cómo evitar dejar de serlo. Sobre todo en el País Vasco y Cataluña. Y para ello no vale el piloto automático ni el paso del tiempo, que según los perezosos lo arregla todo: hay que arremangarse, juntarse con los que se preocupan como nosotros y poner manos a la obra. O a la batalla, si prefieren.
Se trata de un problema político, sin duda, no metafísico ni telúrico. Y hay que afrontarlo desde la política, no invocando entidades eternas como España, Cataluña o el País Vasco. Lo que ocurre es que un problema político implica también cuestiones culturales, económicas, educativas… y sobre todo hombres y mujeres dedicados a la política, capaces de entender lo que está en juego y con coraje suficiente para enfrentar un problema que no va a resolverse pronto ni dando la razón a todo el mundo, como suele hacerse con los locos. Lo primero que hay que superar es esa manía, común tanto a la izquierda como a la derecha empeñada en parecerse a ella, de que se trata de una cuestión «territorial». Decir que el separatismo nacionalista es un problema territorial es tan acertado como decir que el racismo es un problema genético. Pues va a ser que no. El fondo de la cuestión reside en que la ciudadanía democrática es una convención política que no depende únicamente del terruño o de similitudes físicas, lingüísticas o ideológicas sino de un tejido histórico que incorpora una variedad de opciones del pasado vividas en el marco institucional moderno. Lo importante, en último término, es que ninguna pulsión colectiva sobrevenida puede privar de su ciudadanía actual a quienes desean conservarla legítimamente. Y eso es lo que pretende el separatismo, a veces por las buenas y otras por las malas, tanto en Euskadi, como en Cataluña o en el cantón de Cartagena.
«Alberto Núñez Feijóo hará muy bien en leer con mucho detenimiento A calzón quitao y en buscar personas como Alejandro en quien confiar»
¿Tenemos hoy personalidades políticas en España que se hagan cargo de la situación actual y no quieran afrontarla simplemente con apaños transitorios que alivien síntomas pero ignoren cobardemente el núcleo de los males? Creo que las hay, pero tampoco abundan abrumadoramente. Por ejemplo, hay leyes que defienden la enseñanza en castellano para quien opte por ella a todos los niveles académicos, lo mismo que hay disposiciones legales contra la apología del terrorismo, que obviamente incluye los homenajes a etarras excarcelados. Pero la pregunta importante es: ¿qué pasa si esas leyes no se aplican, bien por triquiñuelas de rábulas o sencillamente por franca desobediencia? ¿Acaso se cierran entonces los centros escolares rebeldes, se multa a sus directivos, se encarcela sin melindres a los que celebran a los terroristas y beatifican sus ideas? Me temo que la respuesta es indignantemente negativa. ¡No hay que crispar, nos aseguran aquellos en quien menos debemos confiar, más que en cuestiones de alarma climática o delitos de género en los que toda crispación resulta poca! Si no se piensan cumplir ciertas leyes, por prudencia o por malicia, mejor que no haya leyes.
Necesitamos un partido dispuesto a defender nuestra ciudadanía tal como la establece la constitución del 78, no a modificarla para servir al grupo de Puebla, a separatistas cuyos votos necesita algún bribón para usurpar el poder o a vociferantes patriotas que luego resultan ser más de Trump o de Putin que de España. El panorama actual no es bueno y creo que la alarma que da el grupo NEOS presidido por Jaime Mayor Oreja en su infome «España en el abismo» está más que justificada. Pero para desmoralizarse siempre hay tiempo. Yo he encontrado recientemente motivo para animarme leyendo A calzón quitao (La esfera de los libros) de Alejandro Fernández, presidente del PP catalán, con un estupendo prólogo de Cayetana Álvarez de Toledo. Aunque el libro trata de los errores y fracasos del PP en Cataluña, no es un libro derrotista.
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Recuerdo que Cioran me decía «he padecido en mi vida todo tipo de derrotas, incluido el éxito». También el PP puede decir lo mismo de su trayectoria en Cataluña, pero su defensa en tierra de infieles de la ciudadanía española (no sólo de los catalanes que se saben españoles sino de todo el resto de españoles que sabemos también que Cataluña es nuestra) sigue siendo válida y más necesaria que nunca. El temple y la inteligencia política que demuestra Alejandro Fernández en su libro y en su ejecutoria es imprescindible no sólo en Cataluña sino en toda España. Alberto Núñez Feijóo hará muy bien en leer con mucho detenimiento A calzón quitao y en buscar personas como Alejandro en quien confiar. La defensa y en ciertos casos la recuperación de nuestra ciudadanía dependen de ello.