Es cosa sabida que los poderosos agradecen los elogios, aunque sepan que no son desinteresados en la mayoría de los casos, y aborrecen las críticas que les señalan sus defectos, por justificadas que estén. Que se lo pregunten a Tersites, el malencarado Pepito Grillo que en la asamblea de héroes de la Ilíada se atrevió a formular algunas objeciones al comportamiento de tan ilustres personajes, lo que le ganó una bronca por parte de Odiseo y un estacazo en su espalda jorobada para que aprendiera a refrenar su lengua. El primer tratado en defensa de la libertad de expresión no fue escrito por un político sino por un gran poeta, John Milton, cuya obra mayor canta la rebelión contra el Supremo Señor del más excelso de los ángeles. Areopagítica (1644) es un tratado enérgico pero también sutil, muy bien argumentado, contra la censura previa de los libros, que expone las ventajas de la libertad de prensa de un modo duraderamente influyente. Hoy mismo podría ser leído con provecho por parte de los actuales gobernantes. En esa misma época Baruch Spinoza, que había sido expulsado de la sinagoga en su juventud por ideas que parecieron blasfemas a los rabinos, escribió en su magnífico Tratado teológico-político páginas muy convincentes (al menos para quienes estamos previamente convencidos) sobre la obligación del Estado de proteger la libertad de expresión, tanto de palabra como de prensa. Y a partir de entonces hasta nuestros días se han sucedido las obras en esta línea liberal, incluso libertaria en ocasiones, como parte imborrable de las libertades democráticas. Pero también las autoridades han inventado numerosos subterfugios para que esa libertad de palabra fuese cortocircuitada o bloqueada todo lo posible por el bien del orden público, ese diosecillo al que nunca se ha levantado un monumento, según hizo notar Julien Benda.
No es fácil determinar por qué tantos autócratas y dictadores han perseguido cualquier forma de crítica a su persona, aún sabiendo que los críticos nada podían contra su poder. Más lógica parece la cínica actitud de Federico el Grande, que permitía incluso los más insultantes pasquines contra él diciendo que sus súbditos tenían derecho a decir lo que quisieran, siempre que él pudiera hacer lo que le viniera en gana. La mayoría de los tiranos no se conforman con ese desequilibrado equilibrio y exigen loores y alabanzas que no vayan enturbiados con ningún atisbo de censura. No sólo quieren mandar sino que también se les agradezca su determinación inflexible de hacerlo. Pareciera que el poder sólo puede ser plenamente disfrutado si es al menos exteriormente aprobado sin el mínimo reproche por quienes se someten obligadamente a él.
«Pero sus verdaderos adversarios en la prensa están ya muy acostumbrados a valerse por sí mismos sin regalitos de Moncloa»
Sin embargo, cuando ese poder se ejerce de modo al menos parcialmente democrático -como hoy en España, por ejemplo- la preocupación por el que dirán está más justificada. Una campaña de críticas suficientemente contundente puede cambiar el sentido del voto en las próximas elecciones. No es cosa fácil, porque ya sabemos que la adhesión a unas siglas o un líder es más de tipo religioso que racional y pocas veces se rige por argumentos inteligibles, salvo cuando estos afectan los intereses crematísticos de los votantes. En la medida en que pierden poder adquisitivo, aumentan mucho su capacidad especulativa: el daño al bolsillo es por lo general la única lección de teoría política que tiene invariablemente efectos prácticos. En cualquier caso, el presidente Sánchez está tan crispado por las críticas que le dedican algunos medios que se ha permitido vagas amenazas contra ellos: «Como me enfade van a enterarse…». En su intervención parlamentaria no entró en detalles… porque naturalmente no puede. Lo único que podría hacer es retirar publicidad y subvenciones a sus oponentes más destacados, a los que llama «pseudomedios», pero da la casualidad de que esas prebendas pertenecen exclusivamente a sus fieles. En efecto, el descalificativo de «pseudomedios» (bastante imbécil como es marca de la casa) podría corresponder a El País o la SER, medios supuestamente de información y opinión libre pero en realidad desvergonzados instrumentos publicitarios del gobierno, que además no sobreviven a su agónica condición financiera más que gracias a la permanente oxigenación económica institucional. Pero sus verdaderos adversarios en la prensa están ya muy acostumbrados a valerse por sí mismos sin regalitos de Moncloa. ¿Qué va a hacer Sánchez, ponerse a amenazar a los anunciantes para sitiar por hambre a quienes le molestan? Pues a ver si se atreve a pisotear aún más su reputación en España y sobre todo en Europa. En el parlamento, el por ahora aún presidente mencionó cuatro o cinco ejemplos de verdades como soles que cuestionan los famosos pseudomedios: en realidad son opiniones políticamente correctas, no dogmas de fe, que ganarían siendo discutidas abiertamente en lugar de blindadas por los inquisidores.
En El País han salido los alguacilillos habituales regañando a la selección española por no celebrar su victoria con la debida mesura y sobre todo por no saludar a Su Eminencia el Presidente con la reverencia debida (para instrucciones del caso, léase a Antonio Lucas). De modo que los deslenguados que no pensamos mordernos la lengua vamos en compañía de campeones.