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Dictadura del orden, dictadura del desorden, por Luis Antonio de Villena

by Marko Florentino
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Fue un gran escritor y un gran intelectual, uno de los más señeros y notorios de la primera mitad de nuestro siglo XX. Como la misma España y como muchos de sus hombres fue contradictorio y pudo ser visto desde prismas prácticamente antagónicos, pero su calidad e interés podrían simplificarse, diciendo que el asturiano Ramón Pérez de Ayala (1880-1962) fue dos veces candidato al premio Nobel, con muchas posibilidades de éxito, en 1931 y 1934. Para muchos, y no sin alguna razón, la obra literaria de Ayala se habría cerrado ya entonces, aunque persistiera siempre el articulista de fuste, fuera en temas cercanos o en una sugestiva tabla de asuntos culturales, como le ocuparon en sus años últimos, en Madrid, vuelto en paz del exilio, y donde hacía honor a su enorme saber como en libros -póstumos en su mayor parte, recopilación de esos artículos- cual Viaje entretenido al país del ocio (1975) lleno de temas grecolatinos. 

Poeta y sobre todo novelista en sus primeros tiempos, Pérez de Ayala accede con nitidez a lo mejor con su primera tetralogía de novelas de corte autobiográfico (su alter ego es Alberto Díaz de Guzmán) que van desde Tinieblas en las cumbres -1907- hasta otra excepcional obra llena de claves, trasunto vivo del Madrid bohemio, cual es Troteras y danzaderas de 1913. Ahí hay ya un escritor cuajado (generación de D’Ors, de Ortega, de Juan Ramón Jiménez) que crecerá, buscando novedades y hondura, en las novelas líricas de Tres novelas poemáticas de la vida española -1916- culminando en la madurez estilística y fuertemente intelectual, de Luna de miel, luna de hiel (1923) o la espléndida y cenital Tigre Juan de 1926.

En ese momento Pérez de Ayala es tanto un autor moderno, renovador, que abre caminos, como un clásico ya de la lengua y del talento intelectivo. Pues, ha quedado insinuado, Ayala será un poderoso intelectual, cuando esta noble palabra, hoy tristemente desprestigiada, llenaba de sentido toda la cultura europea. Anglófilo de vocación, liberal en el sentido primigenio y ancho, Pérez de Ayala buscó incesantemente la plena modernidad española, que -digámoslo así- sólo podía ser hispánica. Es, a fines de los años 20 (con el fin deshilvanado de Primo de Rivera) cuando Ayala concibe una República moderna, burguesa y laica.

Su razonado anticlericalismo -casi su antijesuitismo- era sabido desde su novela AMDG. La vida en un colegio de jesuitas de 1910, donde deja ver, incluidos abusos sexuales, los desastres de la educación religiosa. Una versión teatral de esa novela, que no hizo Pérez de Ayala, aunque la aprobó, se estrenó en 1931, a los pocos meses de la Segunda República, con enorme escándalo, propio de un país convulso, que ya vivía el horror de los dos bandos.

Amante de los toros y del parlamentarismo británico, Pérez de Ayala fue (con Marañón y Ortega y Gasset) el padre de la Agrupación al servicio de la República, que desea una República moderada, que ninguno de los tres progenitores sintió cumplida. «Ni Monarquía ni anarquía. Sólo República. Nada más. Ni nada menos». Eso es Ayala en 1931, cuando la nacida República le hace embajador en su querido Londres; pero nuestro hombre -como Ortega, que lo formuló- pudo muy pronto decir: «No es esto, no es esto».

«¿Por qué los primeros y activos prorrepublicanos dudan muy pronto de la República? Porque no se trataba de enfrentar españoles sino de conjugarlos»

¿Por qué los primeros y activos prorrepublicanos dudan muy pronto de la República de abril? Porque no se trataba de enfrentar españoles sino de conjugarlos, de aunarlos, con las normales diferencias. La República de 1931 vivió, con trompicones de un lado y de otro, hasta el triunfo del Frente Popular en febrero de 1936. En ese momento se hace meridiano que hay dos Españas, no una República europea, pues la sovietización (que la Guerra volvería obvia) está al acecho. 

Aunque se sabe que, con la guerra civil haciendo ya estragos por ambos bandos, Pérez de Ayala intenta, como embajador, contactar con Franco en busca de difíciles soluciones, tanto Ortega como Marañón como Ayala, optaron -más o menos tiempo- por el exilio, Ayala fundamentalmente en Argentina. Ninguno era comunista y ninguno franquista. ¿Qué quedaba como salida a la alucinante tragedia? Gustavo Pérez de Ayala, nieto del escritor y buen amigo mío, me lo contó:

Mi abuelo detestaba la ‘dictadura del orden’ -Franco y los entornos fascistas- pero aún detestaba más la ‘dictadura del desorden’, con un stalinismo sangriento o un anarquismo cruel. Por ello optó por retornar a España (no lo bueno, que no existía, sino lo menos malo) y llevar aquí una vida senequista, privada, casi oscura, ajena al sórdido mundanal ruido. Mi abuelo no era feliz, se sentía (quiero creer que como tanta gente) un derrotado. La España de Franco no era la suya, pero tampoco la que hubiese querido La Pasionaria y aplaudido de lejos Alberti, tampoco. Los clásicos le ayudaron a vivir. Ortega, Marañón y Ayala (por ese orden) murieron en la España de Franco, pero ninguno la amó, ninguno la defendió. Su mundo era otro y no lo vieron. El drama español -tengo la sensación- ha cambiado menos de lo que parece. ¡Lástima enorme!





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