El 6 de mayo de 1938, la visita de Hitler a Roma selló la alianza entre las dos potencias totalitarias, abriendo el camino hacia la Segunda Guerra Mundial. El encuentro de los dos dictadores fue tratado en clave de humor por Charles Chaplin en El gran dictador y desde el ángulo de intrahistoria dio lugar décadas más tarde a la magistral vocación de Ettore Scola en Una giornata particolare. Conocemos de primera mano el entusiasmo de Mussolini por lo que representó para él ese día especial, gracias al diario de su amante Chiara Petacci. La unión con Hitler, refrendada por el entusiasmo de la multitud, le había creado un sentimiento de omnipotencia. «Éramos dioses sobre las nubes», resumió.
La metáfora resulta adecuada para reflejar experiencias mucho más recientes de endiosamiento del poder, desde la apoteosis de Xi Jinping en el último congreso del PCCh a la explosión de alegría de Donald Trump al conocer su victoria en las elecciones presidenciales USA o, ya en la esfera doméstica, a la apoteosis organizada por Pedro Sánchez en honor de sí mismo, con ocasión del Congreso del PSOE en Sevilla. En los tres casos, nos encontramos ante un líder que desborda los límites de la celebración en la cual se presenta como la expresión democrática del sistema o la institución a que pertenece. Una herencia que arranca del triunfo, estrictamente regulado para el jefe militar victorioso en la Roma republicana. Nuestros líderes máximos de hoy triunfan desde sí y para sí mismos, y partiendo de esa óptica están dispuestos a ejercer el poder.
El caso de Pedro Sánchez supone una radical novedad en el panorama político, dentro de la serie de hiperliderazgos que han cobrado forma en las últimas décadas, tanto desde la derecha (Erdogan, Modi, Orban), como desde la izquierda (Maduro, Ortega). Todos ellos han optado por sobrevolar las nubes, en el sentido de establecer una distancia insalvable entre sus intereses y los del conjunto de los ciudadanos, lo cual confiere a su ejercicio del poder el sentido de una experiencia gozosa. Al modo de Hitler y Mussolini hace un siglo, mutatis mutandis, disfrutan de su posición excepcional, y la celebran y fomentan de modo casi obsesivo ante la opinión pública. Son dictadores satisfechos, muy contentos de haberse conocido a sí mismos. Nuestro Pedro Sánchez es un buen ejemplo de ello, con su incesante presencia ante la opinión, ofreciendo una continua exhibición de trajes ajustados, gestos de satisfacción y sonrisas enlatadas. Todo un figurín, buscando en cada momento y en cada pose ser atractivo, desesperadamente, como Madona en el viejo film. La política es Él.
Mirada desde un observatorio exterior, nuestra experiencia es fascinante, aunque no lo sea tanto para vivirla. Desde el punto de vista político, Pedro Sánchez, con la ayuda de su aparato técnico, ha conseguido abordar y resolver las grandes cuestiones de Estado desde la pura y estricta mentira. En todo régimen político, y de modo especial en los dictatoriales, nunca está ausente la propaganda, llegando en estos últimos a franquear la línea roja del engaño y de la mentira. De modo sistemático en los fascismos, hasta convertirse en siniestra obra de arte con Goebbels, retratado con rigor por Joachim A. Lang en El ministro de propaganda. Pero en Goebbels, la mentira acompaña, muchas veces a pesar suyo, a las decisiones de Hitler.
En Pedro Sánchez, la mentira es por sí misma la protagonista de la historia, prepara e inspira sus decisiones, no las sigue. Éstas responden a un único propósito: su consolidación en el poder, frente al adversario visto como enemigo, y por ello no resultan de una elaboración ideal previa. Él es la dimensión teleológica de su política. No hay detrás un Mein Kampf ni los editoriales de Il Popolo d’Italia. Solo la cortina de nubes, la mentira que justifica sus próximos movimientos dirigidos a esa finalidad, estrictamente la satisfacción de sus intereses personales, en respuesta a las demandas que van surgiendo.
«Con la amnistía, Sánchez llevó a su máxima expresión aquello de acción sin ideas, con la mentira y el engaño como acompañantes»
Ninguna muestra mejor que la peripecia experimentada por la Ley de Amnistía, donde Pedro Sánchez llevó a su máxima expresión aquello de acción sin ideas, con la mentira y el engaño como acompañantes, ya que él sabía en cada fase de antemano lo que iba a hacer, anunciando lo contrario. El punto de partida fue considerar en 2017 que «clarísimamente ha habido un delito de rebelión» (sic), juicio rubricado durante la campaña electoral de 2019 al exigir que Puigdemont fuese extraditado y juzgado en España.
Al entrar en juego la mesa de diálogo con Aragonès, pone ya en primer plano su supervivencia, sin replicar a las durísimas censuras y exigencias del catalán. Pero todavía en vísperas del 23-J afirma que «el independentismo pedía la amnistía y no la ha tenido». La tendrá, en cuanto los votos catalanes sean necesarios para su investidura. El 5 de octubre de 2013 reconoce estar negociando el perdón a los líderes del procés y empieza a valorarla como «una forma de superar las consecuencias judiciales de la crisis»: ya no hay rebelión ni sedición, y con un ilustrativo eufemismo asume la crítica independentista a la judicialización. Unas semanas más tarde, da el paso final, no ante el Congreso que sería lógico por la entidad del tema, sino jugando en casa, por hablar en términos futbolísticos, ante el Comité Federal del PSOE. Sin argumento alguno: la amnistía es necesaria «en nombre de España y en defensa de la convivencia».
Ha cambiado de opinión siempre que ha querido, todo depende de un decisionismo puro y duro, nunca ha permitido un debate y una información democráticos para abordar la cuestión, y ha utilizado, entonces y aun más en lo sucesivo, la mentira y el engaño para encubrir sus verdaderas posiciones. Puigdemont pasa así de delincuente por juzgar a interlocutor privilegiado, redactor de la ley que lo amnistía, para finalmente, convertirse incluso en hombre invisible y hazmerreir de la justicia española con su aparición en Barcelona. Y sigue dictando la ley, aun simbólicamente, al imponer que los tratos con el gobierno tengan lugar fuera de España. Indignidad.
Otra cuestión crucial, el acuerdo con ERC para la investidura de Illa como presidente de la Generalitat, se atiene a la misma regla de comportamiento y encubrimiento. Para empezar, el acuerdo Gobierno-ERC se disfraza de acord PSC-ERC, con lo cual Sánchez podrá jugar con el tema, de cara a su militancia y a la oposición, como si no tuviera que ver en el asunto. Así en el Congreso de Sevilla plantea un programa de financiación autonómica, renunciando a la ordinalidad, para satisfacción de García-Page, sin que ello afecte en nada los tratos que prosiguen sin interrupción entre Gobierno y ERC (más Puigdemont).
«Con la conferencia de presidentes se gana el silencio de los mismos con la quita de sus deudas, sin abordar lo esencial»
Mentira en este caso por omisión de la verdad. Para cerrar el círculo con la ceremonia de la conferencia de presidentes en que se gana el silencio de los mismos con la quita de sus deudas, sin abordar lo esencial y el toque final, entre líneas y borrado en la Moncloa, de la firme intención de delimitar las competencias fiscales de las autonomías, tema en el que Illa dispara directamente contra Ayuso. Con la falacia de esgrimir la «bilateralidad compatible con la multilateralidad», resulta escondido el problema capital de la «soberanía fiscal» acordada a Cataluña y cobra forma la ofensiva contra el gran enemigo, Madrid. La mentira permite darle la vuelta a la situación, pasando como le gusta a Sánchez, al ataque.
Lo mismo sucede con el tema de la Muface, el cual, lo mismo que el de la fiscalidad entre comunidades, hubiera debido someterse con suficiente antelación, a debate público, con datos en la mano, en vez de servir de arma agresiva. El Gobierno ya lo tiene decidido, con la justificación «igualitaria» (Mónica García), evitando cuidadosamente un análisis de la situación económica y de los efectos negativos de la supresión de la mutualidad, de la noche a la mañana, y sobre todo sin posibilidad de una información pública.
Todo está pensado como pura maniobra, incluso dejar en la sombra al ministro del ramo, Óscar López, a quien no hay que desgastar para su ofensiva anti-Ayuso. Un simple problema de cifras en las subvenciones y todo resuelto, si la protesta de los afectados no lo impide. Ni una palabra del discurso oficial se detiene a examinar los perjuicios para los cientos de miles de mutualistas, o el efecto-saturación sobre la sanidad pública por lo repentino de la supresión: que cambien ya, y basta. Viene a cuento la reflexión contenida en una fábula escrita bajo Carlos III contra un ministro: «Que son jinetes malos, los que no nos gobiernan sino a palos».
Los dioses, o el dios de turno, decide arbitrariamente ante sí y por sí, sin detener su mirada en unos ciudadanos, reducidos a puntos insignificantes, vistos desde las alturas, especialmente en el asunto Muface, como desde la noria de El tercer hombre. Los tales dioses se creían grandiosos, como sus sucesores, y eran pura y simplemente unos miserables que incumplían la primera exigencia para todo gobierno: atender a los intereses del conjunto de sus administrados. La arbitrariedad y la mentira son incompatibles con la democracia.
«Nuestro diosecillo local lanza una campaña para darle la vuelta al 18 de julio, sumiéndonos en una absurda guerra imaginaria»
También lo es, como acaba de recordar Felipe VI en Roma, cualquier intento de regresar a ese siniestro pasado común de España e Italia, que para esta alude al endiosamiento del líder fascista, antes reseñado, causa para Italia del desastre de la contienda mundial, y para España se refiere inequívocamente a la Guerra Civil. El azar ha querido que tan oportuna recomendación coincida con el lanzamiento por nuestro diosecillo local -más bien diablo de cuerpo entero- de una campaña dirigida a darle la vuelta al 18 de julio, sumiéndonos en una absurda guerra imaginaria con el único propósito de seguir machacando al «país enemigo» para justificar su poder.
Olvida deliberadamente, como tantas otras cosas, que la Transición fue fruto de la reconciliación nacional, perfectamente compatible con el establecimiento de la verdad histórica, pero no con una memoria unidireccional y con el espíritu de revancha. En los términos del discurso de Felipe VI, volvemos a ese pasado como indeseable caricatura, cada vez más cargada de peligros.