En 1910 dos escritores europeos entablaron amistad. El austriaco Stefan Zweig y el francés Romain Rolland se admiraban y el primero, 15 años menor, veía al segundo como un faro intelectual. La amistad se vio sometida a una prueba de estrés cuando estalló la Primera Guerra Mundial, porque oficialmente pasaron a ser enemigos. Sin embargo, los unía el pacifismo y mantuvieron su vínculo contra viento y marea, tratando de contribuir en la medida de sus posibilidades a rebajar el horror en el que se había sumido el continente. Da testimonio de ello su nutrido intercambio epistolar, publicado por Acantilado (que acaba de recibir el Premio Nacional a la Mejor Labor Editorial Cultural 2024) con el título de De un mundo a otro mundo. Correspondencia (1910-1918).
El epistolario completo entre ambos escritores abarca 30 años, pero el volumen solo recoge los iniciales, en los que se mandaron muy pocas cartas, y los de la guerra, en los que la situación les impulsó a un cruce de ideas muy fluido, superando la censura a la que se veían sometidas las cartas entre dos enemigos (al principio Zweig le explica a Rolland que le escribe en alemán, porque solo así sus envíos podían cruzar la frontera tras ser revisados; después consiguió que el control se relajara y pasó al francés).
Roland vivió la contienda en la neutral Suiza. Colaboraba con la Agencia Internacional de Prisioneros de Guerra bajo el paraguas de la Cruz Roja, y soñaba con reunir allí a una élite intelectual que luchara por restablecer la paz. Zweig, residente en Viena, fue movilizado, pero se le declaró no apto para el combate. Trabajó en los archivos militares hasta que, en 1918, en los meses finales de la guerra, obtuvo permiso para viajar a Suiza, donde se estrenaba una obra suya, y pudo reunirse con Roland.
A Zweig sin duda lo conocen todos ustedes, en especial por sus novelas cortas y sus extraordinarias memorias, El mundo de ayer. En cambio, es muy probable que a muchos el nombre de Romain Rolland no les diga nada, porque sus obras ya apenas se reeditan. Para hacerse una idea de lo relevante que fue en su día basta apuntar que, en 1915, en plena guerra, se le concedió el Nobel de Literatura, entre otras cosas por sus posturas pacifistas. Durante el conflicto, ambos escritores publicaron libros antibelicistas: Zweig su drama Jeremías y Rolland el entonces muy influyente ensayo Más allá de la contienda.
Rolland admiraba el pacifismo de Tolstoi y la no violencia hinduista (entre las varias biografías que escribió en su vida, dedicó una al escritor ruso y otra a Gandhi). Zweig elogiaba la postura de Walt Whitman en la guerra civil americana, en la que para no empuñar un arma ejerció de camillero. En pleno fervor belicista, al que se dejaron arrastrar muchos escritores e intelectuales, Rolland y Zweig mantuvieron una posición a contracorriente de los tiempos, negándose a considerarse mutuamente enemigos y luchando por recuperar la fraternidad europea.
Fraternidad europea
Al inicio de la contienda, Zweig cayó en el derrotismo y escribió una carta pública en la que se despedía de sus amigos intelectuales de otros países, que pasaban a ser oficialmente enemigos. Daba por hecho que en esas circunstancias el diálogo sería imposible. Rolland le respondió con una breve misiva en la que le amonestaba: «Soy más fiel que usted a nuestra Europa, querido Stefan Zweig, y no me despido de ninguno de mis amigos». Fue el arranque de un nutrido intercambio de ideas sobre el pacifismo en tiempos bélicos.
Suele decirse que la primera víctima de la guerra es la verdad. Los dos escritores no tardaron en una discusión a cuenta de rumores que circulaban -como propaganda y desinformación- sobre las maldades del enemigo. Se queja Zweig horrorizado de que el Gobierno francés ha ordenado que sus sanitarios no atiendan a soldados alemanes heridos, lo cual resulta ser un bulo. Pero al mismo tiempo llegan noticias terribles que sí son veraces, como la muerte en el frente de escritores amigos muy queridos. Escribe Zweig: «Cuando ayer leí que Charles Péguy había caído en combate, lo único que sentí fue tristeza, únicamente consternación, en ningún rincón de mi alma su nombre se asoció a esa palabra: ¡enemigo! ¡Qué pena por ese hombre tan noble y puro!»
En otro momento se muestra muy inquieto por la suerte de Rilke, del que no tiene noticias, y más adelante se duele de que el poeta belga Émile Verhaeren, al que admiraba, le considere ahora su enemigo por ser austriaco. Al enterarse de esto último se desmorona y le confiesa a Rolland: «Le escribo en una de las horas más difíciles de mi vida. No ha sido hasta hoy que he cobrado plena consciencia de la espantosa devastación que ha causado la guerra en mi entorno humano e intelectual. Como un fugitivo, desnudo y sin recursos, debo salir huyendo de la morada en llamas de mi vida interior sin saber adónde ir. Antes que a nadie me dirijo a usted para lamentarme, para expresarle todo mi horror».
Más adelante, Zweig reflexiona sobre qué pueden hacer ante tanta barbarie: «Nuestra gran obra, la verdadera obra en estos momentos es, sin duda, hacer que esta guerra sea menos cruel, por lo menos en un ámbito espiritual, y allanar el camino para una reconciliación que será absolutamente necesaria». Sin embargo, es consciente de las dificultades con las que se toparán. En otra carta apunta: «Han pisoteado de tal modo la verdad en todas partes que serán necesarias décadas para poder ayudar a levantarla de nuevo. Cuán vigilantes debemos estar después, porque será entonces cuando aparezca la otra gran mentira, la mentira histórica, la académica, el endiosamiento que cada pueblo haga de su lucha».
Paz sin esperanza
En los meses finales de la guerra, se cuela en el epistolario otro drama: la expansión de la mal llamada gripe española. Escribe Zweig: «La gripe campa a sus anchas por aquí, y ha llegado hasta nuestro hotel. Veo que causa estragos en Zúrich con verdadera crueldad. También es harto grave en París. Intentemos protegernos. Jamás seremos tan necesarios como el día de mañana».
El inminente final de la contienda no despierta mucho optimismo en ninguno de los dos. Ambos saben que, finalizadas las batallas, llegará la compleja tarea de la reconstrucción no solo física sino también moral. Dice Rolland: «Me asombra la poca alegría que siento ante los albores de la paz (…) No creo que los hombres de nuestra generación tengan ya oportunidad de hallar ‘la paz duradera’ más allá de su alma enclaustrada». A Zweig le inquietan las semanas finales de guerra: «Creo haber atajado todo el nacionalismo que mi corazón albergaba y, sin embargo, sufro al ver que Austria lo acepta todo y no se defiende, que reniega de sí misma, se divide y hace todo lo que se le pide sin poder cumplir su deseo de deponer las armas». Y ya firmado el armisticio, escribe: «¡El hastío, el terrible hastío! Devoro los diarios cada día para hallar algo reconfortante, una esperanza. Nada. Cada día nos trae odios nuevos». En otra carta sentencia: «La verdadera humanidad (como el amor, que está más allá del pudor) comienza más allá del orgullo personal y nacional».
Acabada la guerra, en los años veinte, ambos escritores se sintieron atraídos por los cantos de sirenas de la revolución soviética, demostrando menos lucidez que durante la contienda. Seducidos por Gorki, convertido en agente cultural de estalinismo, visitaron la Unión Soviética y se dejaron engatusar. Rolland se llegó a fotografiar junto a Stalin en 1935 y se convirtió en su adalid en Francia. Un año después, André Gide publicó Regreso de la URSS, primer grito de alarma contra el gran engaño del comunismo. Para entonces Hitler ya estaba en el poder en Alemania y Zweig comprobó con horror cómo su querida Europa volvía a sumirse en la barbarie. Acabó exiliado y suicidándose en 1942 en la remota Petrópolis, en Brasil. Poco después, en 1944, falleció Rolland, a los 78 años, en la ciudad francesa de Vézelay, ocupada por los nazis.
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