Que el azar juega su papel en la vida con cartas marcadas es algo que ya sostenían los antiguos persas y aun así continúa sorprendiéndonos con su juego. La semana del estreno de Un completo desconocido hemos visto un pasaje de Goliat contra David y a éste aguantando el tipo frente al gigantón enrojecido, con su coro de filisteos adulándolo. Hemos visto también –y conviene no olvidarlo– el enfrentamiento de dos nacionalismos frente a un futuro incierto, aunque sepamos que ni el mariscal Montgomery ni el general norteamericano Petraeus, lector de los clásicos, hubieran ido a la cita vestidos de paisano.
La película sobre el joven Dylan sucede en un mundo tras la paz de Yalta, pasa por la crisis de los misiles de Cuba y llega hasta esa maravilla que es la canción Like a rolling stone –con la que empiezo las mañanas de escritura desde hace muchos años– y el adiós al folk-protesta por parte del músico. Bob Dylan abandona Newport a lomos de su Triumph y renace la leyenda del judío errante –que sigue viva y seguirá viva: él es una versión más–. Quiero decir que Dylan es el tiempo que es todos los tiempos y la banda sonora del tiempo donde nacimos y hemos visto morir en el Despacho Oval de la Casa Blanca. Otra jugada del azar: unir el estreno de la película al fin de la paz de Yalta. O lo que es lo mismo: unir la exégesis de la libertad en los 60 a su declive en los 20 del siglo XXI. El plató made in USA y la platea, una Europa rubensiana, colesterólica y propensa a la molicie.
«La escena del Despacho Oval algo tiene que ver con la espiritualidad extraviada de Occidente»
Cuando cayó el muro de Berlín, el gran poeta Czeslaw Milosz dijo que la espiritualidad de Occidente despertaría a través de Polonia y el Este y pensamos en los poetas polacos –del propio Milosz a Szymborska y Zagajewski, entre otros muchos–, en la figura del Papa Juan Pablo II y en el sindicalista metalúrgico Lech Walesa. No era un mal mapa de la libertad. Con el tiempo Szymborska obtendría el Premio Nobel de Literatura –Milosz ya lo tenía–, Walesa sería presidente de la república polaca y Bob Dylan –de nuevo el judío errante– cantaría ante Juan Pablo II, cosa que molestó a aquellos que de Dylan sólo entienden lo que les conviene.
La escena del Despacho Oval –involuntariamente había tecleado Despecho Oval– algo tiene que ver con la espiritualidad extraviada de Occidente y a quien ha despertado con un gong es a esa Europa rubensiana, Narciso de andar por casa cuyos representantes aspiran a un escaño en el Parlamento Europeo de martes a jueves y a que siga la fiesta. Y ha aparecido Polonia de nuevo y lo ha hecho dos veces. La primera en el ejemplo que está dando desde la invasión de Ucrania: dejarse de burocracias y reforzar su capacidad de defensa militar para estar prevenidos. En esto el gobierno de Tusk ha sido ejemplar. La segunda, la carta de Walesa apoyando al Zelenski acorralado y comparando el método Trump con el de los interrogatorios de la policía comunista cada vez que lo detenían. Cosas que pueden aparecer en cualquier canción futura de Dylan.
Por utópico que sea, hay más. El hecho de recordar lo mentiroso que puede ser Trump quizá contribuya a reconocer las mentiras de los nuestros como parte de esa comedia que nos lleva al borde del caos. Dar la espalda a los que no dicen la verdad en la cosa pública –porque no la dicen tampoco en la esfera privada– quizá sea otra forma del despertar europeo que anunciaba el poeta Milosz a finales de los 80. Tengo mis dudas, pero hay que confiar. Por ejemplo, en una mirada y sonrisa tan maravillosas como las de Mónica Barbaro cuando canta con Chalamet It ain’t me babe y sabes que casi todo valió la pena y así seguirá hasta el fin de los tiempos, por bárbaros, ilusos y mentirosos que se hayan cruzado en nuestro camino. Y que esa mirada y esa sonrisa sean otro talismán para que los tiempos más oscuros no nos engullan del todo.