Pedro Sánchez es, sin duda, la personalidad política más determinante de la última década en España. Fue hace diez años cuando un diputado por Madrid casi desconocido se atrevió a desafiar la inercia orgánica del Partido Socialista hasta alcanzar su Secretaría General. No sería la primera vez que tendría que enfrentarse a Ferraz y, diez años después, un partido sistémico y tradicionalmente plural como el PSOE ha acabado sometiéndose al interés de un solo hombre, un político que ha sido capaz de desarticular los contrapesos territoriales y de sacrificar cualquier amago de voz disidente. Ese personalismo bien podría deberse a una suerte de venganza contra su partido o sintomatizar, incluso, un trauma de origen.
Sánchez tuvo que doblar el brazo al aparato del PSOE en dos ocasiones, en su primera llegada en 2014 y en su retorno, tras ser defenestrado, en 2017. Aquellas dos victorias sembraron en el ánimo del presidente una suerte de adicción al riesgo. Pero de aquellos dos asaltos, el hoy presidente del Gobierno conserva, también, una aversión casi atávica a las corrientes que puedan cuestionar su heterodoxa manera de entender la democracia. Diez años después del nombramiento de Sánchez como secretario general, Ferraz se ha fundido con Moncloa y si los designios del partido y los del Gobierno son indistinguibles es porque toda la estrategia converge en la voluntad unitaria de un líder que consolidó su perfil a base de arrojo, determinación, falta de límites y una ductilidad ideológica y moral con la que nadie contaba. Ni siquiera sus muchos enemigos. Unos adversarios a los que, por cierto, ha sido capaz de reclutar para su causa siempre que su instinto pragmático se lo ha aconsejado. En Pedro Sánchez, hasta las enemistades son inestables.
Las primeras décadas de nuestra democracia, el pacto constitucional funcionó por una colección de acuerdos tácitos que los dos grandes partidos suscribieron. Tanto el PSOE como el PP sabían que habría cosas que nunca harían, aunque pudieran, pero aquella prudencia coordinada ha saltado por los aires con el liderazgo de Pedro Sánchez, un político caracterizado por traspasar líneas rojas y por ser el promotor de demasiadas primeras veces. La colonización de las instituciones por parte del Gobierno no encuentra precedentes en nuestra historia reciente: la permeabilidad al poder político de la Fiscalía General del Estado, el CIS, el Tribunal Constitucional o innumerables empresas públicas y medios de comunicación evidencia hasta qué punto la ambición de aquel discreto diputado inauguró un paradigma político tan novedoso como nefasto. La quiebra de todo compromiso verbal, la ruptura con el felipismo, los reflejos populistas y el desplazamiento del centro de gravedad del partido desde Andalucía hasta Cataluña han renaturalizado al PSOE hasta hacerlo irreconocible para sus fundadores contemporáneos.
Un partido que fue de mayorías hoy sobrevive en el poder como segunda fuerza más votada y sin poder territorial gracias a las concesiones que Sánchez y sus leales administran a fuerzas abiertamente contrarias a la Constitución y al pacto del 78. El PSOE ha dejado de funcionar como un partido consolidado para convertirse en un partido cesarista y de regate corto y jugadas maestras. El daño del sanchismo a nuestro ecosistema político y constitucional es palmario, pero el coste orgánico de este movimiento en el PSOE sólo podrá calcularse el día que Pedro Sánchez no esté. Será entonces cuando habrá que evaluar cuánto patrimonio histórico, ideológico y social se ha dilapidado para satisfacer la ambición de un solo hombre y de cuantas personas dependen orgánicamente de él.