Eduard Fernández, en realidad, no existe. Parece un hombre de 60 años, complexión robusta y hablar atropellado, pero a poco que uno se fije podría pasar perfectamente por un individuo de hablar robusto, complexión atropellada y edad hombruna. O al revés. Eduard Fernández, dice él mismo, es actor. Lo demuestra con premios de todo tipo, con películas en las que aparece su nombre, con un monólogo que aún recuerda y con obras de teatro que un buen día incluyeron su nombre en el elenco arriba del todo. Pero, en verdad, y como los personajes del cuento de Cortázar ‘Continuidad de los parques’, Eduard Fernández más parece un esmerado lector de su propia historia, un personaje de sí mismo, un actor de una obra inconclusa y a la vez perfecta titulada ‘Eduard Fernández’. «En la vida en general y en la de un actor en particular hay mucho de actuar un personaje», afirma él mismo hablando de él mismo. Y sigue mientras sigue con lo suyo: «A veces te inventas un personaje que te otorgan los demás y tú mismo te lo crees y lo sigues actuando. Acabas por hablar de la manera que los demás creen que debes hablar y, si no estás atento, el personaje se hace contigo. Definitivamente, hay mucha impostación en la vida y en mi profesión. Pero hay que pelear. Todos peleamos un poco contra el personaje que nos asignan los demás». Eduard Fernández es uno, es ninguno y es cien mil.
Y, claro, le creemos.
Dentro de poco estrenará ‘Marco‘, de Aitor Arregi y Jon Garaño. Lo hará apenas unas semanas después de haber hecho lo propio con ‘El 47′, de Marcel Barrena. Y todo, a la vez que debuta como director en el cortometraje ‘El otro‘ recién presentado en la Seminci de Valladolid. Es decir, definitivamente éste es el año en el que Eduard Fernández es todo lo que puede ser Eduard Fernández sin ser él mismo sino muchos otros, que es como los actores acostumbran a ser ellos de forma radical. En ‘Marco‘, que es la novedad, Eduard Fernández es él mismo pura ficción, nada más. Su papel (Goya más que seguro, que sería el cuarto) es el de el gran impostor, el gran embaucador, el hombre que renunció a la realidad para no ser más que puro espejismo de ficción. La historia es conocida. Enric Marco, el personaje de Eduard Fernández, nunca fue deportado a la Alemania nazi en la que, en realidad, aterrizó como trabajador voluntario. Jamás conoció el campo de concentración de Flossenbürg, nunca combatió el franquismo… Pero nada de ello evitó que completara una biografía tan perfectamente falsa como perfectamente perfecta. Tal es así que alcanzó la secretaría general de la CNT, presidió la asociación de Amical de Mauthausen y conmovió hasta las lágrimas al pleno del Parlamento español con su relato de una vida heroica y resistente. Y falsa.
«Pero no hay que olvidar», dice el que afirma ser Eduard Fernández, «que nada de lo que cuenta Marco era mentira. De hecho, Marco era la persona que mejor contaba lo que había ocurrido en un campo de concentración, precisamente porque no había estado nunca ahí. Es una contradicción brutal. Los que sí habían estado no podían con su trauma y se negaban a recrear aquel horror. Marco, en cambio, no solo lo recreaba a la perfección, sino que lo sobreactuaba como nadie». Y en la definición de su personaje, Eduard Fernández cuela la que quizá sea la más ajustada descripción de la propia profesión de actor, del actor que dice ser Eduard Fernández. ¿Verdad o mentira?
Eduard Fernández es consciente de lo anómalo de su situación actual. Pocas veces un actor puede presumir de ser tantos a la vez y de serlo de manera tan diversa, plena y descomunal. Él es Marco como se ha dicho; él es Manolo Vital, el conductor de autobuses de Barcelona que se negó a que su barrio se hundiera en el olvido de una Transición (la nuestra, la española) solo pendiente de los fulgores de los AVEs y las olimpiadas, y él es él mismo y otro. En el cortometraje ‘El otro’, Eduard Fernández imagina la historia de un hombre (él) perseguido por sus más íntimos fantasmas (él mismo), que en verdad no se sabe si son los fantasmas de la identidad o de justo lo contrario, los de todos aquellos que dejamos de ser para poder ser nosotros mismos. «La pregunta es ‘¿quiénes somos?’. Como decía Marco, todos nos hemos inventado nuestra propia historia. Adaptamos nuestros recuerdos y nuestra memoria a nuestros deseos y, de hecho, cuando rememoramos nuestro pasado más íntimo en familia es imposible ponerse de acuerdo sobre lo más básico. Todos nos rehacemos al contarnos», dice Eduard Fernández como si fuera Marco, como si fuera Manolo Vital, como si fuera otro. Uno, ninguno y cien mil.
Y es aquí cuando toca hablar de la memoria. Al final todo va de la memoria. De cómo malversamos la memoria de lo más terrible como hace Marco, de cómo ocultamos la memoria de una parte de la Transición en la historia de Vital y de cómo memorizamos nuestra propia memoria. El olvido nos señala. «Está la memoria personal y luego está la colectiva. En este país hemos tenido la historia que hemos tenido y parece que nos avergonzamos de ello. Tuvimos la Transición que tuvimos, la que se pudo o la que se quiso, y no hay manera de hacer una segunda transición que, la verdad, no estaría mal. Aunque solo fuera por llamar a las cosas por su nombre. El problema quizá sea que nos hemos quedado un poco atrás incapaces de llamar a las cosas por su nombre. Si se piensa un poco, hemos hecho una Transición regular», dice Eduard Fernández ahora ya sí en el papel de Eduard Fernández. Y sigue: «No deja de ser increíble que justo cuando se estrenó ‘El 47’ aparecieron en una fosa los restos del padre de Vital asesinado en la Guerra Civil. Ni el mejor de los guionistas habría sido capaz de hacer coincidir una memoria, la de la Transición, con la otra, la de la guerra». Y ahí lo deja.
Los dos personajes, Vital y Marco, son distintos. Radicalmente. Son diferentes e iguales en el cuerpo del actor Fernández. «Uno se basa en la dignidad; en la dignidad de un hombre que nunca perdió la dignidad», dice redundante y digno. «A pesar de todo, a pesar de la emigración, de la pobreza, de enfrentarse a una lengua diferente… él se mantuvo firme en la dignidad», añade. «El otro, en cambio, fue un hombre que no pensaba, que pensaba al hablar, lleno de recovecos y oscuridades», comenta, se detiene un segundo y concluye: «Para un actor es mucho más complicado y agradecido lo segundo. No es que cueste más, pero sí exige más atención, siempre pendiente de ser una cosa y lo contrario, de ser y no ser a la vez».
Al fin y al cabo, un actor, como Marco o, ya puestos, como el mismísimo Quijote, necesita de la ficción para seguir viviendo, para ser el que ha decidido ser. Pero, cuidado, al final solo la realidad nos puede salvar. En efecto, la historia de Marco no es más que la del hidalgo manchego que a los 50 años decidió reinventarse de cabo a rabo y hacer que el brillo de la aventura alucinada acabara para siempre con el dolor plomizo de lo real. Y eso es así hasta que el bachiller Sansón Carrasco llega y el Quijote vuelve a ser Alonso el bueno. Y eso es así hasta que Eduard Fernández, con o sin bachiller, vuelve a ser cualquiera de los infinitos personajes que habitan a Eduard Fernández. En realidad, Eduard Fernández no existe.