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Efeméride de un ‘shock’ polarizante

by Marko Florentino
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Ante la mala salud de la democracia española, se ha convertido en un tropo de nuestra conciencia crítica recurrir a la célebre pregunta que figura al inicio de la Conversación en la Catedral de Mario Vargas Llosa: ¿cuándo se jodió el Perú? En el caso que nos ocupa, se trata de determinar cuándo y por qué descarrila el proyecto cívico armado en la Transición, que trajo consigo décadas de modernización y prosperidad al amparo de un régimen democrático imperfecto al que la integración europea suministraba un impagable estímulo reformista.

Sobre el asunto se ha escrito mucho y abundan las hipótesis, todas ellas indemostrables. ¿Cuándo se jodió el Perú? Se ha sugerido que el final de la lucha contra ETA hizo posible una expresión más desinhibida del enfrentamiento entre las grandes fuerzas políticas; se ha señalado el impacto de la Gran Recesión y la consiguiente fragmentación del sistema de partidos, sin olvidarnos de los efectos «catalanizadores» del procés sobre el resto de España; se ha dicho que el PSOE hubo de radicalizarse con Sánchez para neutralizar la amenaza representada por Podemos. También se ha advertido que lo que nos sucede solo es el reflejo local de un cambio global que nos trajo el Brexit y a Donald Trump.

Sin descartar que haya factores exógenos en juego, me parece que hay que irse un poco más lejos para explicar el deterioro de nuestra cultura cívica; en particular, debemos remontarnos a la sorprendente mayoría absoluta que José María Aznar obtuvo hace 25 años. Recuérdese que el propio Aznar había defendido la idea de que la victoria del PP representaba el auténtico final de la Transición: la alternancia pacífica entre los dos grandes bloques se había consumado por fin. Se vio incluso con buenos ojos que Aznar, empeñado en atraer a los catalanes al gobierno del país, contase con Pujol; los de CiU no quisieron asumir ningún ministerio. En aquellos años se hicieron ambiciosas reformas –queríamos coger el tren del euro– y la izquierda poscomunista aún no había encontrado en el populismo una salida al derrumbe de la URSS.

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Hay que recordar que la izquierda socialdemócrata había gozado aquí de un formidable monopolio de poder durante casi 15 años. Su dominio era tan incontestable que ellos mismos se hacían la oposición: el PSOE tenía corrientes críticas, Anguita se negaba a bendecir a González, UGT y CCOO montaron una exitosa huelga general en 1988. ¡Otro mundo! Es comprensible que los socialistas llegasen a considerarse el partido «natural» de gobierno; como si la democracia fuera suya. La mayoría relativa de Aznar en 1996 solo pudo tolerarse como un accidente –mero paréntesis– debido a los vicios contraídos durante el tardofelipismo.

Ocurre que el caricaturizado Aznar obtuvo en el año 2000 casi el 45% de los votos y 183 escaños; lo hizo tras prometer un «giro al centro» frente al singular pacto forjado por el PSOE de Joaquín Almunia y la IU de Francisco Frutos. ¿Cómo era posible que el país de Felipe pasara a ser el país de Aznar? ¿Acaso no era el PSOE el partido que más se parecía a España? ¡Incluso emergía el niqui como emblema de una nueva estética! Aquella resonante victoria, cuyos frutos políticos resultarían decepcionantes pese a la holgada mayoría que el ensoberbecido dirigente popular tuvo a su disposición, fue un verdadero trauma para los socialistas: asomaba en el horizonte español nada menos que una hegemonía conservadora.

«Vivimos ‘tensionados’ desde principios de siglo; cada partido ha contribuido a ello de manera desigual»

Fue entonces cuando sus líderes decidieron sacar la oposición a la calle. Se elevó así el tono contra un centroderecha descrito de manera rutinaria como extremismo autoritario de raigambre franquista; mientras tanto, catalanes y vascos se rasgaban las vestiduras –lo hacen todavía– a cuenta de una presunta «recentralización» que hoy solo mueve a la sonrisa. De las movilizaciones contra la LOU a las protestas por el vertido del Prestige, del multitudinario «No a la guerra» a ese Almodóvar que calificaba el posible aplazamiento de las elecciones tras el atentado del 11-M –algo se especuló al respecto– como un golpe de Estado, sin olvidarnos del Pacto del Tinell que allanó el camino al Estatut: todo valía contra un rival político al que había que desalojar del poder a cualquier precio. Nunca máis! En aquellos años, el país cambió de tono.

Así fue como Zapatero llegó al poder y así fue como gobernó pese a sus suaves maneras; cuando dijo a Iñaki Gabilondo a micrófono cerrado allá por 2008 que a su partido le convenía una campaña electoral llena de tensión, solo estaba reconociendo algo evidente para cualquier observador imparcial. Vivimos «tensionados» desde principios de siglo; cada partido ha contribuido a ello de manera desigual y la oposición de los populares a Zapatero no fue precisamente de guante blanco. El 15-M fue otra cosa: dado que cuando estalló la crisis gobernaba la izquierda, aquel movimiento juvenil se dirigió contra «el sistema»; en cuanto Rajoy llegó al poder, Podemos encauzó la protesta de una forma convencional: los buenos de siempre contra los malos de siempre.

Sea como fuere, mi hipótesis es que la actual polarización bibloquista tiene su origen remoto en aquella victoria inaugural. Desde luego, es muy probable que hubiéramos llegado al mismo sitio por otro camino: cultura política es destino. Y de nada sirve discutir a estas alturas sobre este asunto. Pero para eso están las efemérides: añadimos nuevas capas de significado antes de que el futuro se lo trague todo. ¡Y a nosotros también!



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