Y en agosto, el cielo de la Península Ibérica, se tiñó de gris. No era contaminación, ni polvo del Sáhara, ni calima, sino los verdes bosques del norte de Canadá, colándose por nuestra nariz y nuestros ojos. El país que alberga el 10% de la masa forestal del planeta veía evaporarse una buena parte bajo las llamas de 600 incendios. La nube de humo viajó 7.000 kilómetros sobre aguas del Océano Atlántico, y llamó a nuestras puertas para que nadie se perdiera la última plaga del calentamiento global: la del Ártico en llamas.
El espectáculo utópico cumple tres lustros desde su estreno. En ese espacio han ardido más de diez millones de hectáreas de tundra y bosque boreal en Siberia, liberando decenas de megatoneladas de carbono a la atmósfera. Groenlandia sufrió el primer gran incendio forestal de su historia. Un hecho sorprendente teniendo en cuenta que en la isla no hay árboles, y que su superficie está completamente congelada salvo por insignificantes zonas de tundra en los márgenes de la capa de hielo. Pocos años antes, en Alaska, también ardió la tundra por culpa de un rayo. «La tundra ha estado prácticamente libre de incendios los últimos 11.000 años», apuntó en Nature la bióloga ártica Syndonia Bret-Harte.
¿Y qué está pasado? «No fuimos diseñados para vivir de esta manera. Vivimos un experimento que ha durado 150 años, hasta que hemos agotado la paciencia de la naturaleza», explica el escritor de Vancouvert, John Vaillant, quien acaba de publicar El tiempo del fuego. Historia de un incendio en un mundo más cálido (Capitán Swing).
Su libro es la historia de un incendio, el de 2016 en Fort McMurray, centro de la industria petrolera de Canadá, pero también es la historia de billones de incendios. Los que cada día, década tras década, hemos ido prendiendo con cada motor de coche, con cada interruptor de la luz, con cada botón de la caldera, con cada chimenea de cada fábrica. «En 1875, 1.300 millones de personas caminaban sobre el planeta, literalmente, pues aún no había coches. Ese mundo, en el que nacieron personas cuyas manos llegué a tocar, miré a los ojos y sentí su aliento, es muy cercano temporalmente pero, al mismo tiempo, muy distante química, biológica, atmosférica, tecnológica y hasta antropogénicamente del que hoy habitamos», explica Vaillant.
El 1 de mayo de 2016, Fort McMurray, la ciudad más rica de América, construida sobre millones de barriles de petróleo, se convirtió en un fantasma como Chernóbil, después de que 88.000 personas la abandonaran en una sola tarde. Un desastre multimillonario que arrasó una zona de bosque del tamaño de la Comunidad de Madrid, derritió vehículos, y convirtió barrios enteros en bombas incendiarias bajo torres de pirocúmulos de 14 kilómetros de altura. Los mismos que aparecen cuando los volcanes entran en erupción.
Desde hacía días, en la región subártica de Norteamérica, sucedía lo imposible: 33 grados de temperatura, cuando las máximas de la región oscilaban entre 15 y 20. El fuego se inventó su propio sistema meteorológico, con vientos huracanados y rayos que provocaron nuevos incendios a muchos kilómetros de distancia. Las llamas duraron meses. No se declaró por extinguido hasta agosto del año siguiente.
Pero si Canadá, Alaska, Siberia y Groenlandia están ardiendo, ¿Qué va a pasar con nosotros en el Mediterráneo? «Bueno, ya está pasando. Mira el ciclón Daniel. Fue algo terrible. En Libia murieron 7.000 personas y desaparecieron 10.000. El desastre fue épico», responde Vaillant.
El verano siguiente a Fort McMurray la cosa fue a peor. El nivel de CO2 en la atmósfera alcanzó las 405 ppm (partes por millón), un incremento del 45% respecto a los niveles preindustriales. «Cualquier cosa importante que aumente en un 50% —el precio de las viviendas, la presión sanguínea, la mortandad de las ratas, las precipitaciones— se hará notar mucho y, con frecuencia, para mal», dice Vaillant.
Ese verano, todos los países de Europa sufrieron incendios forestales de gran magnitud, Irlanda y Groenlandia incluidos, algo que no había sucedido jamás. Más de cien personas murieron en España y Portugal. Nueva Zelanda padeció incendios de una intensidad poco habitual, mientras Chile y la Columbia Británica, dos grandes territorios costeros en hemisferios opuestos, sufrieron las peores temporadas de incendios de su historia. California sufrió, entre otros, el incendio de Tubbs, en Santa Rosa, que destruyó 9.000 edificios, mató a 44 personas y generó vientos que volcaban vehículos. A principios de 2020, los incendios de Australia bloquearon a escala planetaria la radiación solar, generando un vórtice anticiclónico autónomo de mil kilómetros de diámetro con su propio agujero de ozono. Las columnas de humo incandescente se elevaron a 35 kilómetros de altitud, el doble que cualquier inyección de pirocumulonimbos conocida hasta el momento, alterando el clima en la estratosfera durante tres meses, mientras se daba un paseo de 66.000 kilómetros por el hemisferio sur.
En los noventa, los pirocumulonimbos eran algo casi desconocido. Ahora no sólo es una característica de los grandes incendios forestales, sino que están creciendo de tamaño y frecuencia hasta replicar los efectos de los volcanes, hasta ahora, los transformadores climáticos más rápidos y potentes de la historia de la Tierra.
Vaillant explica la atmósfera con un pedo. «Si alguien viaja en coche y otro pasajero libera metano, el primero se da cuenta a los pocos segundos. Pese a estar protegidos por una extraordinaria combinación de ozono, gravedad, radiación solar, campos magnéticos y el conjunto de gases que permiten la vida, nuestro hábitat atmosférico es tan frágil como una pecera y se contamina con la misma facilidad. La idea de que pueda alterarse no es algo que hayamos considerado seriamente hasta hace una generación. Aunque la atmósfera de la Tierra sea enorme e invisible, también es finita, como una habitación cerrada: lo que sucede en ella se queda en ella. Nada de lo que hagamos o emitamos desaparece de verdad. Esto es difícil de recordar, o incluso de creer«.
Dos gansos huyen de las llamas al pie del Monte Parnitha en Atenas (Grecia).EFE
Cada año, recuerda Vaillant, la industria global de los combustibles fósiles libera diez gigatoneladas de carbono que habían estado secuestradas en la corteza terrestre en forma de carbón, petróleo y gas. La velocidad es diez veces superior a cualquier emisión de gases que los científicos hayan descubierto en los registros geológicos de los últimos 250 millones de años.
Tras publicar un gráfico del aumento de las temperaturas globales, Cristi Proistosescu, profesor de Dinámicas Climáticas en la Universidad de Illinois tuiteó: «Solo quiero asegurarme de que el gráfico queda claro: No lo vean como el agosto más cálido del último siglo. Véanlo como uno de los agostos más frescos del próximo siglo».
Decía el físico Albert Allen Bartlett que «el mayor defecto de la raza humana es nuestra incapacidad para comprender la función exponencial».
- ¿Y qué le dices a las personas que viven en ciudades y creen que eso de los incendios no les afecta, o que pasa demasiado lejos?
- Que es una mentira que nos decimos a nosotros mismos. También lo pensaron en Fort McMurray.
- ¿Y qué les dices a los negacionistas?
- El negacionismo es una enfermedad y los políticos conservadores la están aprovechando. Que miren los gráficos. Tenemos el doble de CO2 en nuestra atmósfera que en la época preindustrial. Nunca ha habido un cambio tan rápido en la historia planetaria. Nada podría haberlo provocado salvo una inyección artificial de CO2. Y eso es lo que hicimos. No es ciencia ficción ni religión. Son hechos.
- ¿Y no los vemos por…?
- El negacionismo es en parte cobardía moral, y en parte resistencia arrogante al cambio, y a aceptar la responsabilidad de las consecuencias de nuestros apetitos. Y luego tienes a algunos políticos y a Fox News, y a Murdoch, quien descubrió la receta para contaminar la conversación, y para dominarla. Es una operación psicológica brillante. Hay norteamericanos inteligentes y talentosos que ahora se han vuelto partidarios de Trump contra toda racionalidad. Mi padre se ha pasado al lado de Trump, y es un hombre progresista y muy bien educado. Él era como yo cuando tenía mi edad. Y mira ahora. Es una locura cuando todas las pruebas están ahí. La gente no acepta lo que tiene enfrente. Simplemente. Tal vez sea un mecanismo de defensa, o de que somos muy maleables, o programables, y eso es aterrador y aleccionador.
Vaillant llama a este periodo de nuestra historia el Petroceno, y lo compara con el periodo cálido del Plioceno medio, hace unos tres millones de años. En esa época, los mares y los continentes ya estaba cerca su configuración actual. Nuestros ancestros se encontraban aún en África. Lucy (Australopithecus afarensis) caminaba erguida y experimentaba con las herramientas de piedra más básicas en la actual Etiopía. El mundo era perfectamente habitable, pero de una manera muy diferente, no tanto por quién vivía en él como por la cantidad de dióxido de carbono en la atmósfera. Los niveles de CO2 estaban en el rango de las 400 ppm, semejantes a los actuales, pero las temperaturas medias eran entre 2 ºC y 3 ºC más elevadas, lo que tenemos previsto para finales de siglo. Con mucho menos hielo permanente, el nivel del mar superaba en veinticinco metros el actual. Casi la mitad de la población humana vive en zonas costeras sumergidas en la época de Lucy.
P. ¿Entonces vamos a morir todos?
R. La comunidad científica está de acuerdo en que hay en marcha una sexta gran extinción, y que su origen está en la actividad humana. La idea puede ser difícil de aceptar, pero no debería sorprendernos: en la historia de la Tierra nunca ha existido una perturbación como la del ser humano: miles de millones de primates de gran tamaño y muy hábiles, cuyo comportamiento evolutivo depende básicamente de la combustión de hidrocarburos a escala mundial. Es un planeta que, además, tiene que acoger simultáneamente a miles de millones de cabezas de ganado del tamaño de cerdos y vacas, que emiten metano. La simetría es atroz. Lo que ahora dejamos que suceda con el dióxido de carbono y el metano es lo mismo que las cianobacterias hicieron con el oxígeno fotosintetizado hace miles de millones de años. Gasear el planeta hasta la muerte.
P. ¿Y no hay salida? Porque si no la hay los negacionistas tienen razón.
R. La vida se ha sobrepuesto siempre, de una u otra forma. No hay duda de que habrá vida al final del Petroceno. La cuestión es qué vida, cuánta y dónde.
P. ¿Eso, dónde?
R. Pues no lo sé, pero no será en los arrecifes de coral. No hay duda de que todos, sin importar la edad, vamos a vivir cambios cataclísmicos en los próximos de 3 a 15 años. Otra forma de pensarlo es que es la historia de nuestras vidas, y que si alguien puede lidiar con esto somos nosotros. Creo que la mayoría de nosotros vamos a seguir viviendo, pero la pregunta es cómo respondemos a los mensajes que la naturaleza nos está mandando, porque se está comunicando con nosotros con mucha vehemencia. Pasar del fuego a las renovables es algo que nunca hemos hecho antes. Y va a ser difícil, y desigual, y habrá violencia. Aquí no se trata de prohibir que los coches circulen por Pekín durante dos semanas y así poder celebrar los Juegos Olímpicos. La naturaleza nos obligará a volvernos más provincianos, a vivir de forma más sencilla, a viajar menos. Y eso es bueno. Tengo mucha fe en la capacidad de la naturaleza para regenerarse. No soy tonto, soy optimista.
P. ¿También es optimista con las cumbres climáticas, con los líderes mundiales marcándose objetivos que nunca se cumplen?
R. No todo el mundo está respondiendo de la misma manera, pero hay suficientes personas que sí. Los jóvenes creen que el clima va a ser el gran problema de sus vidas, por lo que están mucho más motivados que un espectador de Fox News de 85 años cuyos cimientos y creencias se formaron en el siglo XX, que es un mundo que ya no existe. Ya hay una generación que solo ha conocido esta incertidumbre, y está muy motivada para tratar de encontrar algo de estabilidad.