En una Sevilla que empezaba a despertar con el calor de mayo, Lole Montoya reapareció sobre las tablas del Cartuja Center en una noche que más que concierto, pareció una reunión de amigos. A las 21:36, tras cierta confusión horaria —algunas entradas decían las nueve, otras las nueve y media—, se apagaron las luces del auditorio y comenzaron a sonar los primeros compases. El público, escaso pero entregado, ocupaba por completo tan solo las diez primeras filas, mientras que eran algunas las parejas que se acomodaban en las filas superiores.
Los músicos —Nano Peña a la batería, Antonio Ortiz al piano, Manu Rojas a la guitarra y Dani Abad al violonchelo— tejieron un telón sonoro cálido para que la voz de Lole surgiera con ‘Todo es de color’, esa bandera de esperanza que abrió caminos nuevos hace ya casi cinco décadas. La emoción quebró su voz al final del tema, presagiando que lo que venía no era un recital cualquiera, sino una travesía por su memoria sentimental. «Vamos a hacer ahora un poquito por alegrías», dijo, como si quisiera aligerar el peso de lo sagrado. Entre agradecimientos sentidos a sus músicos —«la vida del músico es constante», afirmó con ternura— y la presentación personal de cada uno, Lole dio paso a piezas como ‘Dime’, ‘Canto al silencio’ o ‘Brisa de la mar’, que navegaron entre el flamenco y lo introspectivo.
La primera gran sorpresa de la noche fue la aparición de Alba Molina, su hija, para compartir ‘Un cuento para mi niño’, esa canción que algunos conocen como ‘Mariposa’. Alba fue la chispa que encendió algo más que el aplauso: encendió la herencia, la complicidad y la sangre. A ella se unió después Israel Fernández, otro de los invitados especiales, para interpretar junto a Lole ‘Cuando tú me miras’, un tema nuevo que mezcla letras antiguas como ‘Ayer vi a Camarón’ o ‘No me pongas mala cara’. Hubo, incluso, espacio para breves retazos de ‘Tu presencia’, como un guiño al pasado que nunca se aleja del todo.
Lole regresó con un cambio de vestuario y un tono más jazzístico: ‘Maravilloso amar’, ‘Estúpido’, una versión aflamencada y delicada de ‘Misty’ de Ella Fitzgerald, y hasta ‘Love Story’ de Francis Lai. «Cuando era adolescente iba mucho a casa de la tata Carmen, y estas canciones me recuerdan esos tiempos bonitos», confesó, y entonces todo tomó aún más sentido: el concierto era un álbum familiar abierto, un cancionero sin fronteras. Volvió Israel Fernández para cantar ‘No me vayas a engañar’, de Antonio Machín, reconociendo que ‘cantar al lao de la maestra Lole es muy difícil’. Y no era falsa modestia: el respeto era tangible, aunque las colaboraciones no brillaron por su precisión. Letras olvidadas, transiciones confusas, voces que se solapaban… parecían más reuniones improvisadas que duetos ensayados. José Luis Jaén también participó con ‘Sin saber por qué’, pero la falta de compás entre los intérpretes a veces empañaba la emoción.
La despedida llegó con ‘Romero verde’, rodeada de todos los invitados, primero tímidos y luego entregados. Alba Molina se animó con una pataíta por bulerías y, tras un breve interludio en el que Israel recitó con devoción una estrofa de ‘Plegaria a la Virgen de la Consolación’, la noche se cerró con aplausos en pie. Fue un adiós más de familia que de público. ‘Cancionero’ no es un álbum ni un espectáculo: es una caja de música heredada, un retablo de emociones bordadas con la voz inconfundible de Lole Montoya. Aunque el formato íntimo jugó a favor de lo emocional, hubo momentos de desajuste y falta de ritmo que impidieron que la noche brillara con todo su potencial. Aun así, lo que Lole ofreció fue verdad, y eso —en tiempos de artificio— sigue siendo revolucionario.