El filósofo y sociólogo alemán Hartmut Rosa es una de las voces más originales del panorama intelectual. Quizá no tenga el renombre ni la repercusión de otros pensadores que tenemos hasta en la sopa —aquellos que, por cierto, no acertaron ninguna de sus predicciones sobre las consecuencias de la pandemia y que hoy siguen siendo prescriptores celebrados—, pero sus tesis pueden ayudarnos a pensar el mundo tal y como nos desafía. Rosa diagnostica con sutileza las dinámicas propias de la modernidad tardía y tiene alguna propuesta para nuestros problemas. Se le podrán discutir sus planteamientos teóricos, pero también habrá que reconocer su capacidad para proponer soluciones. Lean sus obras: no se arrepentirán.
Para Hartmut Rosa, la aceleración es el eje de la modernidad tardía. Una aceleración que se percibe en el ámbito tecnológico, en la transformación social y en el ritmo de nuestras vidas. La innovación impacta de forma radical en nuestra manera de vivir y de pensar la realidad. La principal consecuencia es que estamos sometidos a la tiranía constante de la optimización y la expansión de la productividad. En el fondo, surge una paradójica relación: el cambio constante es lo que nos da seguridad. Hemos aprendido aquella lección del Karl Marx auténtico, quien advirtió que todo lo sólido se desvanece en el aire. Esta constatación se ha convertido en el fundamento más robusto de nuestra experiencia vital. Nuestro mundo es estable en su dinamismo.
«Si el caos se convierte en lo habitual —y vamos camino de ello sin freno—, tendremos que asumirlo como un modo normal de existencia»
Rosa extrae conclusiones preocupantes de este proceso de aceleración. Esta fragmentación temporal termina alineando al ser humano en un totalitarismo de nuevo cuño que nos domina e impide que seamos libres y plenos. Curiosamente, este proceso de control e instrumentalización del mundo —iniciado por el proyecto ilustrado hace unos siglos— ha terminado por convertir a la realidad en algo indisponible, extraña e incontrolable. No es que la realidad sea inaccesible, sino que escapa a nuestro control. De hecho, hemos llegado al lugar opuesto hacia el que nos dirigíamos. Lo hemos vivido ya en varias ocasiones durante las últimas décadas. Muchos de los fenómenos políticos y sociales que más nos han descolocado —local y globalmente— en este siglo pueden entenderse como una respuesta a estas transformaciones sociales a las que nos enfrentamos. Trump no es más que el epítome de este aceleracionismo.
Los cisnes negros ya son comunes en nuestro paisaje. En estos momentos de destrucción del marco tradicional de las relaciones internacionales y comerciales, esto se hace aún más evidente. Si el caos se convierte en lo habitual —y vamos camino de ello sin freno—, tendremos que asumirlo como un modo normal de existencia. Probablemente, no estamos preparados para ello. La transformación no será sencilla. No somos capaces de imaginar qué monstruos aparecerán entre los pliegues de este cambio de época. Sean cuales sean, no estaremos preparados para lo que viene. Trump prometió tomar de nuevo el control. Su figura ha crecido gracias a que sus votantes creen en su promesa de restaurar un mundo perdido. Sin embargo, en cada uno de sus pasos queda en evidencia que está lejos de conseguirlo. La realidad misma se lo está recordando estos días. Y por el camino vamos perdiendo todos. Parece que Trump quiere responder con recetas de la modernidad clásica a los desafíos de la modernidad tardía. El uso de la fuerza puede que no sea la herramienta más adecuada para navegar en el caos. Veremos si esta intuición es la acertada.