La serpiente de este verano no ha sido la del Loch Ness, ni el hundimiento inminente de Venecia, y de la acentuada inclinación y próxima caída de la torre de Pisa hace ya años que no se habla. La serpiente de este verano, que yo también he visto, asomando su feo cuello de las plácidas aguas, es el fastidio que provocan los turistas madrileños, no todos, claro, sino algunos prepotentes, herederos del chulo de toda la vida, que en la capital saben ser comedidos —porque saben que aquí siempre hay un pistolero más rápido y se exponen a ser expulsados bajo la invocación al derecho de admisión que asiste a todo restaurador, e incluso, en caso de contumacia, a un guantazo—, pero en cuanto salen del foro se comportan con prepotencia, como los paletos sin remedio que son.
En este sentido ha sido muy celebrado por unos, mientras otros se sienten agraviados, el cartel con el que un restaurante de Oleiros, Mera, La Coruña, ha decidido cerrar sus puertas en pleno ferragosto para no tener que atender a clientes altivos, exigentes, a menudo xenófobos, generalmente procedentes de Madrid, que se consideran señores sobre los aldeanos que los atienden y tratan a los indígenas con insufrible arrogancia. «Si cae una bomba en Mera, se quedan sin paletos en la Meseta», alegan los restauradores, a los que desde luego no les falta sentido del humor.
Entiendo perfectamente a los empleados de la restauración vacacional hartos de la prepotencia del turista cateto castellano. Estuve meses en Lisboa escuchando a españoles de paso extrañarse en los restaurantes, en voz siempre demasiado alta, de que el camarero no entendiese determinada palabra de nuestro idioma (ellos mismos, ni papa de portugués, claro, salvo ¡bom dia!, pronunciado con sonrisa extática de gran complicidad), o no conociera la tortilla de patatas, o quisiera cobrarles el servicio de pan y mantequilla que allí es tradicional. Los portugueses, que son generalmente gente civilizada, o sea, que habla a media voz y no a gritos como nosotros, solían llevar con paciencia su injustificada prepotencia y ordinariez. Les compensaba de sus ínfulas el dinero que dejaban.
Muchas veces, en cambio, estando en el extranjero, me ha enternecido la timidez y respeto con que algunos turistas españoles —mayormente del género femenino— se dirigían a los lugareños. Que no denotaba apocamiento, sino una delicadeza de espíritu conmovedora y reconfortante.
Hay que decir que el fenómeno del turista paleto, prepotente y altivo no es específicamente español. ¡También son de vergüenza ajena los alemanes en Praga, los jóvenes franceses en Barcelona, los italianos en Mallorca, los ingleses en todas partes! Pero los nuestros nos duelen más, claro, precisamente porque son «de los nuestros».
«La manera catalana de ser basto y prepotente es muy distinta. Su vulgaridad mental no es tan ostentosa»
El otro día, almorzando en el chiringuito de la playa de Frejulfe, en Asturias, asistí a la llegada de un grupito de chulos madrileños. Tres hombres canosos, de buen aspecto, y sus mujeres. Resulta que debido, en parte, al cambio climático, el turismo en el norte de España se ha disparado, y en concreto el servicio en aquel chiringuito estaba desbordado por el éxito. El camarero les pidió que aguardasen unos minutos, pero los chulos, clamando que habían reservado por teléfono, que aquella era la hora convenida y que «si no sabéis gestionar es problema vuestro», se apoderaron de la única mesa vacía, haciendo signo a las mujeres de que ni escuchasen las razones del camarero, que la cosa la solventaban ellos, y se sentaron, con las piernas bien separadas para que reposasen bien cómodos sus cojones, sin duda de tamaño descomunal.
Y a partir de ahí todo fue desdén para el servicio, palmadas para reclamar más prontitud, cerveza y vino, pescado fresco y risotadas con las tres fulanas, encantadas de tener unos machotes que saben imponerse para defender sus derechos, porque ellas lo valen.
Hablé con el camarero, le pregunté por qué no echaba a aquellos palurdos a palos —yo me prestaba a echarle una mano—, o les rogaba cortésmente que abandonasen el establecimiento. El sudoroso muchacho puso los ojos en blanco, se encogió de hombros, musitó: «Hay gente de todo, a veces viene cada uno…»
Ahora bien, siendo yo catalán de nacimiento y madrileño desde hace siete años, he estado inmejorablemente situado para observar que estos paletos con ínfulas constituyen un fenómeno específicamente castellano, y en concreto, madrileño. La manera catalana de ser basto y prepotente es muy distinta. Y los nacionalismos periféricos nada, o muy poco, tienen que ver con esto. Es cosa del genius locii, un atavismo secular. El supremacista catalán rezongará por lo bajinis, pondrá morritos, sonreirá conejil y sarcásticamente, se quejará lastimero, y al salir hará, cuidando de no ser oído, algún comentario xenófobo en su lengua vernácula. Vale, pero por lo menos su vulgaridad mental no es tan ostentosa.
Las cosas, como son, y la verdad es la verdad, y negarla es escupir al cielo.