Como me tiene puesta una penitencia -o, por mejor decir, le tengo yo hecha una promesa a cambio de una dávida- a Santa Brígida de Suecia -en cuyas apariciones recibió la misión de llevar mensajes a los políticos-, me he leído los documentos de las ponencias y conclusiones del 41 Congreso Federal del PSOE, celebrado la pasada semana en Sevilla.
La primera tentación que ha de vencer uno al escribir sobre el congreso de marras es la de calificar, frívola e injustamente, al simposio socialista de congreso a la Búlgara; parangonarlo despectivamente con las convenciones del partido comunista de aquel país en las que los compromisarios tomaban las decisiones sometidas a votación con tan disciplinada unanimidad que -se decía- se aprobaban con más votos que votantes, y en los que nadie discrepaba, mayormente por jindama o devoción, más que por convicción.
Pero no, búlgaro no. El 41 Congreso del PSOE se caracterizó por dos cosas. En primer lugar, por haber alcanzado tan insondable grado de inanidad, que, por la vacuidad de sus propuestas (el preordenado reparto de cargos al margen) y ulteriores conclusiones, era difícil no votar a favor de las primeras. Por ejemplo, «debemos pertrechar -sic- los derechos y libertades que entre todos y todas nos hemos dado». Tanta vacuidad, que el congreso mismo evocaba a McLuhan y su «el medio es el mensaje»: qué más da de lo que hablemos, si de lo que se trata es de ocupar los telediarios y los titulares de la prensa pública y concertada durante tres días seguidos. Lo segundo que caracterizó al congreso socialista fue la desinhibida impudicia con la que ya se conduce nuestro Sánchez Pérez-Castejón (otro día hablaremos de lo afortunado de que alguien de su estirpe, si no él mismo, convirtiera en el Registro Civil en compuesto su apellido, evitando así que hasta en su propio nombre -un Sánchez Pérez- quedara reflejada su condición de significante vacío); decía que caracterizó también la convención socialista la falta de pudor de su secretario general, que, entre desorejados vítores a imputados y condenados en firme por la corrupción en su partido, se atribuyó, ya no propósitos, sino trascendentes hitos globales, como ser él mismo «un referente mundial», o que «la izquierda», en él personificada, salvaría a «la humanidad».
«Caracterizó también la convención socialista la falta de pudor de su secretario general, que, entre desorejados vítores a imputados y condenados en firme por la corrupción en su partido, se atribuyó, ya no propósitos, sino trascendentes hitos globales, como ser él mismo ‘un referente mundial’, o que ‘la izquierda’, en él personificada, salvaría a ‘la humanidad’»
El 41 Congreso no fue a la búlgara porque, reflejando muy bien el desenvolvimiento intelectual de la clase política en boga, hubo ponencias que, aun aprobadas con el asentimiento de un más que holgado 93% de los compromisarios, contaron no pocas veces con decenas de votos nulos. Piénsenlo por un momento: una agrupación local del PSOE mete en un autobús o en un tren a cien compromisarios del partido, los aloja en hoteles de Sevilla, a los menos viajados les provee -vía la web de la organización- de sugerencias sobre qué hacer en la capital andaluza (ver la Torre del Oro y así, no se crean que bucearon en la alta cultura sevillana, que la hay), los acredita por la mañana en el congreso colgándoles del cuello el relicario con el logo del PSOE, y, cuando llega la hora de votar, van quince de esos tíos, se equivocan y votan nulo. Desde luego ameritan cualidades para acabar en el Congreso de los Diputados o el Senado, de eso no hay duda.
Como luego se verá, oteado el paisanaje antropológico de los compromisarios del PSOE, parecía materializarse en la militancia aquella clasificación que Hammerstein hiciera del ejército alemán prehitleriano: «Hay cuatro clases de oficiales: los inteligentes, los trabajadores, los vagos y los tontos. Los que son vagos y tontos conforman el 90 por ciento de la oficialidad. Los inteligentes que son trabajadores hay que mandarlos al Estado Mayor. El inteligente que es vago califica para las más altas tareas de mando, porque sabe delegar y tiene el aplomo y la claridad mental necesarios para tomar decisiones de peso. Y del tonto y trabajador hay que protegerse y nunca delegarle ninguna responsabilidad porque siempre causará alguna desgracia».
Tan huero e insustancial fue el contenido político del Congreso, que aprovechando lo bien que los imagólogos políticos tienen hoy dominados los partidos, eché por aburrimiento un ojo a la tienda online del evento, que tiene su outlet y todo. Ya saben, ese espacio comercial especializado en la venta de productos de temporadas pasadas o de excedentes de producción caducos a precios inferiores al habitual. Me entristeció un poco ver que despacharan en el outlet unas tazas como para el desayuno que llevan impresa, previo proceso de pixelado warholiano, la cara de Pablo Iglesias (el fundador del PSOE, no el matoncillo populista). Más me llamó la atención que, de la misma guisa, esas mismas tazas se vendieran también de saldo con las caras de Carmen Alborch, Carme Chacón o Pedro Zerolo. Se conoce que en el criterio de selección de los iconos pop del merchandising del PSOE ha pesado más la muerte de los protagonistas que sus ideas. Eso sí, se trata de un criterio necrológico de selección no exento de filtro político: no hay tazas, por ejemplo, con la cara de Rubalcaba. Hombre, puestos a buscar referentes, aunque sólo fuera por historia, los militantes socialistas merecían desayunarse con la cara pixelada de Felipe o Guerra, que, aunque vivos, al menos lideraron el congreso de Suresnes, que sí que tuvo sustancia y contenido político. Pero no, se conoce que la tienda online del PSOE se representa a su propio militante como Hammerstein lo hiciera con el soldado tonto y trabajador: nunca delegarle ninguna responsabilidad, porque siempre causará alguna desgracia. Ahí está Koldo.