Esta semana, el líder de Junts, Carles Puigdemont, que sigue en su exilio belga (esto está bien recordarlo, porque es una anomalía flagrante que un fugado siga determinando la política española, y se nos olvida a menudo), pidió al presidente Pedro Sánchez que se someta a una cuestión de confianza. «Continúa demostrando que no es de fiar», dijo. «Contó con nuestros votos para ser presidente, que dé la cara». Puigdemont no es un político ingenuo. Sabe con quién trata, y es quizá uno de los socios del presidente que más se atreve a denunciar los incumplimientos crónicos y las deslealtades del presidente.
Poco después, la secretaria general de Unidas Podemos, Ione Belarra, dijo que daba igual si había o no moción de confianza, incluso que daba igual si había presupuestos generales, porque «el partido socialista persiste en un camino de no gobernar y de no llevar adelante las políticas de izquierdas por las que la gente votó el 23 de julio del año 2023». Es otro juicio correcto, al menos la primera parte (la segunda no es verdad: el 23 de julio de 2023 España votó a la derecha). Sánchez se ha acostumbrado a mandar sin gobernar.
Y también poco después, el Gobierno perdió una votación en una propuesta del PP que pedía exigir a la Fiscalía del Tribunal Penal Internacional que dicte una orden de arresto contra Nicolás Maduro, el dictador venezolano. Aunque era una iniciativa del PP, Junts, PNV y Coalición Canaria se abstuvieron y salió adelante, igual que ocurrió en septiembre cuando el Congreso aprobó una declaración en la que se reconocía a Edmundo González como presidente legítimo de Venezuela.
Que el Gobierno mantenga su posición es indignante, pero no es sorprendente: en la cuestión de Venezuela se deja llevar por el lobbyismo del expresidente Zapatero, que el otro día dijo que Maduro no es un dictador porque ha ganado muchas elecciones y que en las últimas «está ahí el debate» (no hay mucho debate, se ha acreditado el fraude, pero quizá si lo dice no recibe la nómina). Mientras, dos ciudadanos españoles, José Basoa y Andrés Martínez, siguen en prisión en Venezuela, acusados sin pruebas de «espionaje».
El Gobierno no solo está asediado judicialmente, sino también políticamente. Siempre ha gobernado un Congreso muy inestable y con mayorías muy débiles. Pero da la sensación de que cada semana hay algo nuevo que agota su legitimidad. Su carta de amor y falsa estampida en abril mostraron a un presidente que se siente acorralado. La semana pasada, dijo que había una estrategia de acoso «desde la esfera mediática, política y judicial» y que ese acoso «se volverá en contra de los acosadores». Piensa que su posible caída vendrá de esas fuerzas del mal, cuando es también posible que venga desde dentro.
«Los privilegios que da el Gobierno a los independentistas acaban beneficiando a Salvador Illa»
Es cierto que no es la primera vez que sus socios muestran signos de agotamiento. Siempre hay una manera de contentarlos: a Puigdemont hay que darle dinero, ya no pide mucho más. Además, los privilegios que da el Gobierno a los independentistas acaban beneficiando a Salvador Illa, del PSC, que es quien gobierna la Generalitat. Win-win. Al PNV más o menos lo mismo: dinero, privilegios. Unidas Podemos es ya una nota al pie de la izquierda, y están deseando que no haya elecciones para no desaparecer. No hay incentivos para tirar a Sánchez.
El Gobierno no puede gobernar, no puede aprobar sus leyes (la de la financiación de la dana obtuvo una mayoría aplastante por motivos bastante obvios y excepcionales), no puede aprobar presupuestos. Al mismo tiempo, ¿cuándo ha sido eso un problema? Gobernar no es aprobar leyes; gobernar es estar en la Moncloa.