Será porque el ojo del amo engorda al caballo, que quería comprobar que las puertas abrían puntuales a las 17:45h (lo hicieron), que deseaba poner rostro a las personas para las que trabaja o simplemente que la casualidad le llevó por allí, pero en la tarde de este sábado Jordi Herreruela, director del Cruïlla, paseaba junto a los accesos. Tenía cara de satisfacción, y rápidamente dijo “creemos que ya tenemos el modelo, que hay un público que por costumbre acude a nuestra llamada y que cada año se siente a gusto con nosotros”. Con el público fluyendo ordenadamente por los accesos, Herreruela entró en su festival. Más tarde puso cifras a la satisfacción, para él siempre más importante la cualitativa que la cuantitativa, y por eso celebró sin alharacas que las 77.000 personas que este año han acudido al festival, que en la última jornada vendió todas las entradas, suponen un récord de asistencia por apenas unos centenares de espectadores.
Según sus datos, el sábado hubo 25.000 asistentes, 22.000 el viernes, 15.000 el jueves y 15.000 el día de apertura. Considerando que el festival no opta a crecer mucho más, el mérito del Cruïlla es para Herreruela el cómo y el porqué se hace, la comodidad del público y una programación variada que atiende a múltiples gustos. En puertas de su adolescencia, el año que viene cumplirá 15 años, su director apuntó “de igual manera que los que somos padres sabemos que en esas edades nuestros hijos comienzan a dejar de pertenecernos, nuestro festival ya es más de Barcelona y de su público que de nosotros mismos”. Sólo cabe esperar que el Cruïlla se comporte con una adolescencia que no desquicie.
Dentro del recinto el ambiente calcó el de cada edición, aunque el perfil del público aumenta de edad cada año. No se piense que es un festival de mayores, pues el sábado grupos como Ginestà o The Tyets movilizaron a un público de perfil juvenil, pero no es un festival de veinteañeros. En realidad es un festival en el que convive personal muy diverso y abrumadoramente local. El inglés es un exotismo. Para recordar que pese a todo esto es Barcelona, un crucero se recortaba en el horizonte mientras Ginestà iniciaba su concierto, una especie de reencarnación de lo más inocuo del pop català. Temas como De tot el món o Em bategues pusieron en movimiento a la asistencia, que en estos casos baila dando saltitos. Su cantante, Pau Serrasolsas, apeló a lo histórico del momento, pero no quedó claro si era porque ellos estuviesen allí, que hubiese público o que fuesen las seis. Cosas de la emoción.
La verbena de The Tyets
Más tarde The Tyets confirmaron su carácter post-verbenero, una forma de hacer música, también se baila dando saltitos, que hibrida pop, reggaeton, estética de hip-hop y descaro. Letras hedonistas que buscan la pura celebración rematan su propuesta, que en el Cruïlla concentró frente a su escenario, el principal, la primera multitud. La pareja de Mataró se antojó idóneamente festivalera, música que se puede escuchar sin concentración, que llega por carecer de aristas y evocar la pura fiesta. Arrancaron con La platja y Menorca, oportunos temas veraniegos, y para el final reservaban Olivia, Biloteo y Coti x coti. La verbena hoy suena urbana con The Tyets.
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Y entre concierto y concierto, antes Calexico (de Tucson) había propuesto el paisaje sonoro de Breaking Bad con su música fronteriza bilingüe, la asistencia paseaba bajo gorros de paja que la víspera había repartido la organización. Protegían de un sol escondido tras las nubes, en una jornada no muy calurosa que prometía fresquete nocturno. Vendedores ambulantes de fruta acentuaban el carácter sostenible y de proximidad de un festival que de ello hace gala, como de no gastar combustible fósil para alimentarse, conectado como está a la red. Por la noche tocaría turno a Pet Shop Boys y Smashing Pumpkins.
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