Para Francis K., que estará apostando
La hora del desayuno en un hotel inglés es para mí el momento más agradable del día. Por fin, la tradición, que no suele ser más que rutina glorificada, se vuelve suculenta. Los ingleses comen mal, pero desayunan bien y eso les rescata de otros pecados gastronómicos menores, como que pongan chorizo a la paella (para un cocinero inglés todo plato español debe llevar chorizo, lo cual no deja de ser una idea a estudiar). Si uno no tiene la suerte de amanecer en México, y si es posible otra vez entre tus brazos, el segundo mejor desayuno del mundo es el inglés: huevos revueltos, jamón frito o bacon, tomate a la plancha, salchicha, harsh browns de patata (lo siento, es intraducible), baked beans (también intraducible y hasta incomibles, si uno es muy continental), champiñones fritos… en fin, una orgía de placer y colesterol. Claro que también puede uno desayunar un yogur descremado con chía y quinoa si lo que quiere es ser sano y fuertote como un indígena del Mato Grosso y no debilucho y bajito como un escocés…
No sé lo que desayunaba Virginia Woolf, quizá lo mencione en algún rincón de sus diarios, pero por si acaso cada vez que voy a Londres procuro alojarme en el hotel Tavistock, el mismo edificio donde ella tuvo su editorial, a ver si se me pega algo de su inmenso talento. Frente al hotel está el jardín de Tavistock Square, con el busto algo desabrido pero contundente de Virginia que nunca dejo de visitar y ante el que rezo sin palabras porque haya encontrado en algún cielo la dicha que no encontró aquí. En el restaurante del Tavistock esta mañana, lleno de hambrientos madrugadores, se oye hablar en español y alemán más que en inglés. Son los aficionados del Real Madrid y del Borussia Dortmund reponiendo fuerzas para la emocionante jornada que les espera en Wembley. De momento conviven cortésmente, sin dar muestras de ninguna animosidad propia de rivales… aunque aún faltan muchas horas para que comience el partido. Vamos y venimos al buffet para servirnos un poco más de… esto y…aquello, de todo porque todo apetece. Comprendo perfectamente la tentación de algunos viajeros de desayunar tres veces al día en vez de arriesgarse a otras ofertas de la cocina inglesa, ese oxímoron. Los españoles dan por descontado que formamos parte de la hinchada del Madrid y no es cosa de ponernos a explicarles que también estamos en Londres por un evento deportivo, pero que nada tiene que ver con el fútbol: es algo más antiguo y, lo siento, más distinguido. El rey Lear insulta en la pieza de Shakespeare a un criado respondón llamándole «vil futbolista» pero sería inimaginable que hubiera querido ofenderle calificándole de «jinete»: los jinetes son caballeros, de ahí viene ese título.
Nosotros hemos venido aquí por el Derby de Epsom, la gran cita hípica de la temporada. Si los años cerrados del Covid no me lo hubieran impedido, este sería mi Derby presencial número cincuenta. ¿Qué obstinación, verdad? Ni yo mismo sé lo que trato de demostrar con esta fidelidad ciega. Quizá que uno no empieza a morir de verdad hasta que no se cansa de repetir lo que le causó placer y emoción. Durante mucho tiempo el Derby fue un acontecimiento desafiantemente único que irrumpía a la contra en los usos rutinarios y comerciales: se corría un miércoles, el día más laborable de la semana, en el cual hasta se dice que cerraba Harrods con un simple rótulo en la puerta: «Derby day». Y el gran Robert Morley incluía en sus contratos para giras teatrales la necesaria excepción: «Salvo el Derby day». En medio de la semana, el miércoles, la gran carrera no tenía competencia y se imponía con altiva arrogancia, como residuo triunfal de un calendario aún no controlado por los saldos. Pero luego se decidió –no insultaré al pensamiento diciendo «se pensó»- que el sábado era una fecha más tolerablemente excepcional, más convencionalmente festiva. A partir de ese momento, hace treinta años, el Derby se convirtió en parte de la agenda de festejos del fin de semana, compitiendo con partidos de futbol, torneos de tenis o ping-pong, excursiones familiares a la playa, y hasta convocatorias electorales. En sus apuntes sobre Inglaterra, magníficamente ilustrados, Gustavo Doré decía que ningún buen inglés se suicida en la semana del Derby porque quiere conocer el resultado. Pero hoy podemos libremente suicidarnos cualquier día del año, salvo que coincida con comienzo de rebajas.
«Hace treinta años, el Derby de Epsom se convirtió en parte de la agenda de festejos del fin de semana, compitiendo con partidos de futbol, torneos de tenis o ping-pong, excursiones familiares a la playa, y hasta convocatorias electorales»
Este año la meditación sobre el Derby (una carrera que antes de verla hay que pensarla bien) empezaba con una incógnita. La temporada pasada City of Troy ganó todas las carreras en que participó y se proclamó el mejor potro europeo. Siendo de una estirpe impecable (su padre es ganador de la Triple Corona americana y su abuelo materno es el mítico Galileo) se convirtió naturalmente en unánime favorito para la clásica de Epsom. Pero antes debía participar en otra clásica, aparentemente menos comprometida, las Dos Mil Guineas de Newmarket, para la que partió también abrumadoramente favorito. ¡Plaff! Llegó penúltimo, muy lejos del ganador. Entonces… ¿cuál era el verdadero City of Troy, el invicto campeón del año pasado o el remolón que corrió en Newmarket? ¿A cuál de los dos veríamos en Epsom? Allí tendría que enfrentarse a una escuadra potente en la que figuraban hijos de grandes campeones como Sea the Stars o Franke, el muy contrastado Ancient Wisdom preparado por Charlie Appleby, y Ambiente Friendly, fácil ganador de la preparatoria de Lingfield, etc. Y un participante casi inédito, Voyage, que sólo había corrido antes una vez, ganando cómodamente, pero que tenía prosapia de Derby porque eran ganadores de la prueba tanto su padre como el padre de su madre. Lo había criado su propietaria, la señora Julie Woods, cuya ilusión era ver por fin figurar sus colores en la ilustre carrera.
De modo que allí estaba City of Troy, envuelto en dudas que no compartía su preparador, Aidan O´Brien, adamantino en sostener la suprema calidad de su pupilo. Y la opinión de O´Brien no era la de un cualquiera, pues el gran entrenador tenía ya nada menos que nueve trofeos de Derby en su alacena. Pero claro, pensaba yo, a veces los preparadores se ciegan en el aprecio a uno de sus caballos contra las evidencias, como cualquiera de nosotros deja de ver lo que tiene delante cuando el amor nos arrebata. Según Nietzsche «sólo el amor puede juzgar», una de sus citas más hermosas pero no de las más verdaderas, porque a veces es el amor lo que nos impide juzgar. Y no me estoy refiriendo ahora a Begoña y Pedro, Dios me libre, estoy hablando de cosas serias. A favor de su dilecto City of Troy (precioso pero inquietante nombre cuando fue un falso caballo la perdición de Troya) contaba O´Brien con Ryan Moore, su jockey de confianza. Los aficionados sabemos que cuando tiene un buen motor debajo, Moore nunca falla: no es de los que hacen equivocarse al caballo… Además, O´Brien tenía matriculados a otros dos buenos elementos para asegurar que la prueba se disputase al paso que más pudiera favorecer a su discutido campeón. Ahora todo estaba en sus manos, digo en sus patas. ¿Qué podía salir mal? Yo habría respondido «¡todo!», porque de eso depende la emoción de esta fiesta, que es algo más que un deporte y algo menos que una religión. El tópico repite que todo depende de «la gloriosa incertidumbre del turf».
«And they´re off!», ya salieron. Rugido poderosamente coral de los espectadores que saben que sólo quedan menos de tres minutos para el desenlace del drama. En cabeza galopan los dos auxiliares, en sí mismos nada desdeñables, que se han colocado para marcar el paso: Euphoric primero y a su grupa Los Ángeles, que aún no ha conocido la derrota. City of Troy va a la cola del grupo, bien tapado, en carrera de espera. De pronto, junto a los de cabeza, aparece suelto otro caballo al cual es imposible verle los colores… porque no lleva jinete. Es el neófito Voyage, que ha trastabillado en la salida y ha desmontado a su jinete, el veterano Pat Dobbs. Ahora, aligerado de más de cincuenta kilos de peso, no tiene dificultades en correr junto a los primeros. Pero no lo hace de modo divagatorio ni dando bandazos, sino emparejado a los otros con toda aplicación. Se diría que lo monta un jinete fantasma, ingrávido, que sabe cómo controlarlo… En la recta final, la larga recta de Epsom en la que todo ha ocurrido y sigue ocurriendo, cede Euphoric y parece que viene dominante Ancient Wisdom, junto a Ambiente Friendly. Este lleva un par de cuerpos de ventaja todavía sobre City of Troy y vacila antes de lanzar su ataque final, prefiere la prudencia y esperar. Los buenos jinetes esperan y son prudentes, pero los grandes no: por el interior del pelotón, buscando el atajo imposible, ya avanza irresistible City of Troy con un decidido Ryan Moore. Y toma la cabeza, a pesar de las fluctuaciones de Voyage que oscila frente a él y Ambiente Friendly como si jugara a cerrarles el paso. Indiscutible la victoria de City of Troy, ya salimos de dudas. Ambiente Friendly y Los Angeles le escoltan en la meta. Aidan O´Brien obtiene su décimo Derby, algo tan memorable como el decimoquinto trofeo de la Champions que tres horas después lograrará el Madrid en Wembley. ¡Salve a los campeones, que no sólo triunfan, sino que reinciden en la victoria!
Sobre Voyage, el jinete fantasma ha sido el primero que ha cruzado la meta. Alza sus brazos invisibles en señal de triunfo: ¡ha ganado el Derby! Nadie lo sabrá en este mundo, pero los demás fantasmas le aplauden a rabiar.