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El desierto crece

by Marko Florentino
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En ocasiones se nos pone ante los ojos una niebla gris que no deja ver más que formas fantasmales y amenazas siniestras. Es la desesperación, y tiene su forma clásica en la melancolía, pero no la sentimental sino la mitológica, la de Saturno y las criaturas saturninas aplastadas por el sinsentido de una existencia inexplicable.

No hay que dejarse acunar por la melancolía. Llega a ser incluso agradable, pero es mejor desconfiar porque es la causa, no sólo de los suicidios, sino sobre todo de los asesinatos pasionales y toda suerte de chifladuras. Entre ellas hay que contar a las grandes artes. Los antiguos creían que los poetas y los músicos eran saturnianos, criaturas devoradas por la bilis negra (la melaína cholé) que se arrancaban a cantar como posesos y a quienes las musas tiraban de los pelos para elevarlos.

Es una niebla que puede ser muy espesa si se considera la tremenda estupidez sobre la que se asienta el poder, principalmente cuando lo controlan unos corruptos al servicio de un déspota fatuo. Pero entonces hay que considerar que la maldad es consustancial a la sociedad de los humanos y que sin ella no podríamos distinguir y apreciar la bondad. La maldad es muy mala, claro, pero inevitable, aunque protesten los neocristianos, o sea, la izquierda.

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En nuestro tiempo, la maldad ha crecido como un gigante porque estamos entrando en una era de hipertécnica, es decir, no de la técnica que ayuda a moler el grano en un molino de viento, sino la técnica que principalmente sirve para crear nuevas necesidades. Nuestra técnica abre enormes campos de trabajo apenas visibles, pero en los que nos esclavizamos del modo más simple. Estamos volviendo a la esclavitud antigua, sólo que ahora nos dirigen unos aparatos que caben en el bolsillo. Valga un ejemplo: el ridículo y las contorsiones que ha tenido que hacer ese pobre hombre que ocupa la fiscalía general del Estado para hacer desaparecer del teléfono todas las pistas que demuestran que es un desgraciado.

Él no lo sabe, como ninguno de nosotros, habituales usuarios de toda suerte de aparatos electrónicos. Incluso agradecemos su presencia porque (creemos) nos resuelven una gran cantidad de problemas. Lo que no añadimos es que esos problemas que nos resuelven los han creado los mismos aparatitos. Y habrá más. Una buena cantidad de ciudadanos está persuadida de que la inteligencia artificial va a tener una enorme cantidad de usos prácticos. No nos percatamos de la avalancha de problemas, es decir trabajos gratuitos, que nos va a imponer la IA. Bastaría para comprenderlo el entender adecuadamente por qué sus máximos defensores son dos psicópatas multimillonarios y poderosísimos.

«Sólo las grandes creaciones de las artes de todos los tiempos son capaces de disipar la niebla de la melancolía»

Lo cierto es que, como escribe muy acertadamente Javier Argüello, el aumento y la densidad técnica va tomando el mando en el mundo de un modo acelerado e implacable, a costa de la desaparición de la conciencia, es decir, de esa facultad de los humanos (y sólo de ellos) que nos permite pensar y juzgar. La técnica no piensa, sólo calcula (El día que inventamos la realidad, Debate).

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El día que inventamos la realidad
Javier Argüello

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Pero incluso en esos ataques de lucidez que disipan la niebla de la melancolía, es difícil darle un fundamento, o por lo menos una figura firme, a la conciencia. Acaba por hacerse presente, de un modo u otro, el antiquísimo nombre de los dioses o incluso, como es el caso de este libro, el de Dios. Naturalmente, Argüello defiende que ese Dios no es el de las religiones, ni el cristiano, ni el mahometano, ni el de ninguna de las sectas monoteístas. Es un nombre que se da a la totalidad de las formas universales como un todo, una especie de panteísmo cósmico, pero, en cualquier caso, el ciudadano choca contra esa presencia absoluta como contra un muro.

Para resumir un problema que no tiene resumen, las preguntas de Argüello están bien enunciadas, con lucidez y ambición, pero son las respuestas las que acaban siempre por llevarnos a un callejón sin salida. No importa: las preguntas, ellas mismas, son capaces de disipar la niebla melancólica si bien sólo durante un rato, y aunque nos apartemos del final, de la conclusión, de la afirmación, hemos podido celebrar buena parte del recorrido.

Además, podemos conmemorar algo, y es que Argüello lleva razón, a mi entender, cuando dice que sólo las grandes creaciones de las artes son capaces de disipar la niebla. Ahora bien: las artes de todos los tiempos, no las de hoy mismo, porque no hay obra de arte más actual y necesaria que las cabezas de caballo pintadas en la cueva de Chauvet durante el paleolítico. Ahí están la luz y la esperanza. Nuestro futuro real.



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