Hasta aquí ha llegado la leyenda Puigdemont. El hijo de los pasteleros de Amer forjó el relato de su trayectoria como si fuera un outsider o marginado del sistema, un polizón principialista, un heterodoxo conspicuo, un rebelde periférico a la élite política, contra la que solía cosechar triunfos que parecían imposibles escapando a toda asechanza y peligro.
Pero él mismo ha sido parte nuclear del establishment, de la clase dirigente. Periodista local agudo y mimado por su público, fue alcalde de Girona durante cinco años, diputado autonómico, presidente de la Generalitat y eurodiputado en Estrasburgo, qué más quieren.
Pero aunó la suficiente retranca táctica como para convertir su trasterramiento en exilio. Para considerarse president legítim pese a haber votado a sus sucesores, el vacuo Quim Torra y el digno Pere Aragonès. Para proclamarse demócrata incorruptible, pero cultivando al tiempo al pretendiente carlista. Para desnaturalizar su defensa de las instituciones catalanas mediante una contraprogramación a la investidura de Salvador Illa: este desacato al Parlament —con reminiscencias al Capitolio de Washington, en versión pacífica y menestral— cuando se disponía a nombrar a un rival quizá convertido en peligro porque jamás se avino a implorarle apoyo en la ruta de Waterloo, pero defendió amnistiarlo.
Un hombre en suma que se ufanaba de estar desligado de cualquier autoridad de partido, tras años de sumisión al pujolista. Solo sometido a sí mismo, ni siquiera a la disciplina de Junts o del fantasmal Consell de la República. Y que ha predicado ética a raudales, pero desde la suficiente laxitud como para mantener la fidelidad al clan Pujol o la protección a la convicta Laura Borràs: todo mientras pasasen el cedazo del apoyo a su causa, la tabla implícita de la ley.
Arraiga la leyenda Puigdemont en la urdimbre de tres personajes míticos. Hereda del mago Houdini, aquel maestro del escapismo que se zafaba de ataduras, cadenas y esposas, una singular habilidad táctica. Ducha en adaptarse al cambio de rasante con vericuetos retóricos que parecen obedecer a designios del Viejo Testamento: aunque cohabite con una impenetrabilidad u oscuridad estratégica que suele desconcertar. Un cóctel que irrita graciosamente a la pléyade de comentaristas del nacionalismo español más rancio, incapaz de glosarlo con condimento distinto a la zafiedad o el insulto.
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Absorbe del fascinante bandolero Perot Rocaguinarda (Perot lo lladre) que Miguel de Cervantes retrató literariamente como Roque Ginart (al que seguramente conoció y del que quedó prendado) el dominio de los límites entre los universos legal, alegal y directamente ilegal. Aquel servidor de los nyerros, facción de la nobleza incómoda del siglo XVII, aquel aventurero que dialoga con Quijote, supo asaltar palacios obispales, caminos de Barcelona a Girona y carruajes anónimos: pero también obtener el perdón del virrey y enrolarse en los tercios de Flandes. Dependía.
La clave del discípulo ha residido en demostrar que existió siempre un enemigo externo peor que todos los posibles, incluido él mismo; o al menos, sugerir —convincentemente para muchos— la suficiente apariencia de su pretendida existencia. Y así supo colocar en el disparadero a Mariano Rajoy, como el paradigma porfiado del no-dialogante que precipitó el referéndum ilegal del 1-O de 2017. Cabalgó sobre Esquerra mientras pudo domesticarla y era una gloria de esclava, pero la declaró traidora en sus libros cuando voló por su cuenta, y se trocó en infernal. Ensalzó a Europa si sus resoluciones jurídicas le convenían, y denigró a la UE cuando le perjudicaban. Y deslindó, acuñando con útiles lemas propagandísticos el Nosotros de pueblo elegido, un sol poble, del execrable Ellos (los del “a por ellos” del 1-O y todos sus paisanos). A veces concretaba en alguna casta de los cuerpos extractivos del Estado: “la toga nostra”. En ocasiones globalizaba todos los males al entero Estat; en contadas ocasiones, a Espanya.
La leyenda del hijo de Amer ha heredado también alguna traza épica del personaje cinematográfico encarnado por David Janssen (recuerden sus inmensas orejas) en El fugitivo, aquella serie televisiva de los años sesenta. El prota, un médico condenado por matar a su esposa, se zafó de la justicia para convertirse en un nuevo holandés errante condenado a vagar eternamente, siempre en el filo de la navaja, siempre sorteando todos los riesgos del camino a ninguna parte.
Parecido periplo el de Carles Puigdemont: cambiando de coche el día del referéndum; escapando a Francia tras la declaración de independencia; esquivando las euroórdenes del juez Llarena; soportando detenciones efímeras en Alemania o en Italia; experimentando una accidentada toma de posesión en Estrasburgo… Huyendo, el verdadero fugitivo. Hasta que logró demostrar que el asesino era otro.
El final de la leyenda Puigdemont no es tan favorable, pese a los sucintos oropeles recibidos bajo el Arco del Triunfo barcelonés. Dilapida el capital que acumuló defendiendo que el llamado “exilio” de siete duros años era más útil que sufrir durísima cárcel, pues le dejaba más margen de maniobra para demostrar la bondad de la causa indepe y la maldad del Estado: y así su círculo denostó al rivalísimo Oriol Junqueras, por timorato e ineficaz. Apuntarse póstumamente a su carro sin otro argumento que la inaplicación de la amnistía requeriría confrontación habría conllevado razón leve: llevaba siete años o más confrontando. Y dispone de todos los recursos para defenderse.
Pero Puigdemont no unge con corona de espinas su calvario, nadie se lo exigía. Al aparecer y evaporarse en minutos quizá quiso desligarse de sus promesas. No es así. Las incumple. Juró volver y asistir a la investidura como palanca electoral para recuperar el cetro de la Generalitat, y ya perdido, no entró al Parlament como aseguraba. Tampoco anuncia que abandona la política tal que prometió si el presidente acababa siendo otro. Como se dijo de Houdini: queda atrapado en su propia cuerda.
Lo más lesivo para esta leyenda declinante, aunque de intenso colorido, es un efecto que muchos celebrarán: su desplome rubrica que la unidad independentista, señuelo que esgrimió en su intento por recuperar el poder, ha quedado del todo desarticulada. Al dirigir su última procesión contra un pacto de sus antiguos mayordomos republicanos con los sempiternos rivales socialistas, el propio Cid de Waterloo sepulta con siete llaves el féretro del procés.