El hecho de que España siga siendo una democracia plena y gozando de una calidad de vida envidiable, de libertades que atraen a los perseguidos y exiliados, y en general a gente de todo el mundo, no quiere decir que su funcionamiento institucional esté blindado contra la degradación y el oportunismo político. Al contrario, hay motivos para estar alerta e incluso para inquietarse, y para comprobarlo basta con leer el informe que la Fundación Hay Derecho publicó hace unos días. Su estudio, que por supuesto intenta evadir la trifulca partidaria y la batallita cultural, hace un examen de la salud del Estado de derecho en la España contemporánea y arroja conclusiones que deberían encender alarmas. Para empezar, detecta un aumento del uso del decreto ley por parte del Ejecutivo, una manera de pasar por encima del Congreso y del debate parlamentario, que confirma en la práctica lo que el presidente Sánchez ya insinuó en uno de sus discursos: que pretende gobernar con o sin el apoyo del poder legislativo.
No es el único gobernante que hoy en día se ve tentado a aplicar por decreto lo que el Congreso le veta. Como consecuencia de la polarización y la política de posiciones, los parlamentos se hacen cada vez más hostiles, y los gobernantes se ven forzados a arrastrar sus propuestas por los surcos que ellos mismos, con su desprecio a la oposición, llenaron de fango. Entienden muy tarde, ya en la presidencia, que la parálisis que cosechan es consecuencia del sectarismo que sembraron en campaña. De aquellos polvos estos lodos, un narcisismo herido y una tentación autoritaria. En Colombia, por ejemplo, Gustavo Petro ya amenazó con lo mismo: si el Congreso no le aprueba sus presupuestos de 2025, los impondrá firmando un decretazo.
Otro problema que señala el informe es la politización de la Fiscalía. Bajo el mandato de Álvaro García Ortiz, la institución ha sido blanco de críticas por su falta de independencia y trasparencia, y por su carencia de criterio técnico a la hora de enfrentar los casos más mediáticos y políticamente sensibles. El fiscal no se comporta con la independencia que debería, un problema al que se suma la politización del Tribunal Constitucional. Aunque viene de lejos, la influencia del poder político en el nombramiento de los magistrados se ha agravado en los últimos años. Actualmente, hay en este organismo un exministro de Sánchez y una ex directora general de su Gobierno. A estos cargos, teñidos de oficialismo, se suman la defensoría del pueblo y la presidencia del Consejo de Estado, también en manos de exministros del PSOE, y el Banco de España, una institución de cuya independencia –esto lo saben los latinoamericanos- dependen las bases económicas de cualquier país. Ni en el Perú, una de las naciones más desintitucionalizadas del orbe hispano, se comete la insensatez de dejar que el presidente colonice esta institución. En España está ahora en manos de otro exministro de Sánchez.
«El CIS, Renfe, RTVE, la Agencia EFE, Paradores, el Tribunal de Cuentas… todas estas instituciones están dirigidas por aliados directos de Sánchez. Es tan evidente y descarado que parece una condición: quien quiera aspirar a un alto cargo en una institución del Estado, debe convertirse primero en fiel escudero del presidente»
Todos estos nombramientos demuestran un deseo muy sectario de sembrar alfiles en cualquier cargo público donde el presidente pueda mover ficha. El Centro de Investigaciones Sociológicas, Renfe, Radio y Televisión Española, la Agencia EFE, Paradores Nacionales, el Tribunal de Cuentas… todas estas instituciones, y la lista sigue y es larga, están dirigidas por aliados directos de Sánchez. Es tan evidente y descarado que parece una condición: quien quiera aspirar a un alto cargo en una institución del Estado, debe convertirse primero en fiel escudero del presidente.
Esto es un problema serio. Las instituciones no se pueden utilizar para apuntalar el poder personal, crear lealtades o sembrar trincheras de partisanos o partidarios. El Estado no puede confundirse con el Gobierno ni con el partido del presidente. No se puede politizar y desprofesionalizar instituciones como el CIS o el Banco de España; no se pueden convertir los tribunales y la fiscalía en apéndices de Moncloa. Y eso es lo que está ocurriendo. Puede que no sea muy visible ni muy escandaloso, y puede que a la mayoría no le parezca demasiado grave. Pero es así como se deteriora el Estado de derecho. Si el sueño de la razón produce monstruos, ni hablar de lo que surge cuando las instituciones fallan y los ciudadanos dejan de confiar en ellas.