Lamento decirle, querido lector o lectora, que por mucho que durante toda su esforzada vida haya tratado de seguir los principios racionalistas enunciados por Descartes, Spinoza, Leibniz o incluso Kant, usted no es un ser perfectamente racional, de hecho yo tampoco lo soy. En realidad, ningún ser humano lo es.
Como demostraron empíricamente Daniel Kahneman y su colega Amos Tverski en las investigaciones que desarrollaron en los años 80 del pasado siglo y que les hicieron ganar un premio Nobel, en nuestros procesos de toma de decisiones, las emociones, los atajos que toma nuestro cerebro y los acontecimientos producidos en el corto plazo son más determinantes que nuestra ideología, nuestro interés e incluso en ocasiones, que nuestro propio instinto de supervivencia y sin duda más determinantes que esa fría e implacable lógica que creíamos que gobernaba todos nuestros actos.
Y este dominio de las emociones sobre la razón tiene consecuencias, sin ir más lejos en el terreno de la toma de decisiones, en el campo económico o en el político-electoral.
Así la próxima campaña electoral norteamericana no se está planteando como una confrontación entre dos ideologías, ni siquiera entre dos modelos de país, sino entre dos emociones primarias: la rabia con la que Donald Trump quiere llevar a los norteamericanos más cabreados a las urnas y la alegría con la que Kamala Harris busca armar una coalición suficientemente transversal y mayoritaria como para lograr la victoria el próximo mes de noviembre.
«Los republicanos se lo juegan todo a embarrar suficientemente la cancha como para movilizar hasta el último de los americanos cabreados hasta las urnas»
De esta forma, mientras la convención republicana que coronó a Donald Trump hace unas cuantas semanas se convirtió en un catálogo de odio y agravios contra inmigrantes, extranjeros, liberales y traidores, todo ello —excepto el discurso de aceptación del propio Trump— en un tono tan bronco y desabrido que si a algo invitaba era a tomar el rifle e invadir Canadá, la convención demócrata celebrada la semana pasada, a pesar de que no faltaron las críticas a Trump, jugó exactamente la carta contraria, la de la alegría y la esperanza con una candidata cuya paleta semántica usó todos los sinónimos de la palabra Libertad y todas las desinencias del concepto Unidad.
Rabia frente a alegría, dos emociones tremendamente poderosas (y contagiosas) que van a servir como marco a dos campañas perfectamente contrapuestas en la que mientras los demócratas van a tratar de reconstruir la alianza que llevó al poder a Barack Obama en 2008, los republicanos se lo juegan todo a embarrar suficientemente la cancha como para movilizar hasta el último de los americanos cabreados hasta las urnas (algo que por cierto bien podrían volver a lograr como ya hicieron en 2016), en una elección en la que si bien Kamala Harris ha logrado tomar cierta ventaja tras una convención que pasará a la historia de la comunicación política, va a estar tan reñida que es probable que se decida en la foto finish.
Otro día, si les parece, comentamos la irresponsabilidad que supone usar la rabia, el odio y el agravio como arietes de campaña y el tipo de gobiernos a los que casi siempre preceden este tipo de estrategias electorales abrasivas.