Sitúense en Montana, en sus inmensas praderas. Allí, concretamente en Eden, nació hace casi 100 años Laurence Pilgeram. Sus ancestros habían llegado a mediados del siglo XIX desde Alemania. Quiero pensar que le llamaron siempre Larry. Desde los cinco años, cuentan las crónicas, el pequeño Larry se obsesionó con la muerte –ejem: ¿quién no?–. Parece ser que el familiar negocio agropecuario le acostumbró a contemplar el sacrificio del ganado y llegó a montarse un rústico laboratorio en el que eran constantes sus perrerías con cobayas y reses muertas tratando de resucitarlas. Fascinado también por los procedimientos de momificación de los antiguos egipcios, siempre tuvo la esperanza en que la ciencia alcanzara, en su tiempo, la promesa de la inmortalidad. En 1953 se doctoró en Bioquímica por la UC Berkeley y a esa disciplina dedicó su vida como investigador.
Años después, a finales de los años 60, Larry se empezó a interesar por la criopreservación, un proceso mediante el cual se vitrifica a los fallecidos para paralizar el metabolismo que deteriora las estructuras biológicas, confiando en que, con nanotecnología hoy no disponible, se consiga «revivir» el organismo, y, así, tener una «segunda oportunidad»; quizá incluso alcanzar la existencia eterna.
Cuando contaba 66 años, Larry firmó un contrato con la compañía líder de la llamada after-life industry -Alcor- para que su cuerpo, una vez legalmente declarado muerto, fuera criopreservado, una opción más cara para el «paciente» – así lo denomina la empresa- que la de la «neurosuspensión» (se criopreserva solo la cabeza). Toda su familia se opuso ardientemente, pero cuando llegó el día, es decir, contando Larry con 90 años, sus designios se cumplieron y los operarios de Alcor pudieron proceder tal y como Larry había deseado en vida. O al menos así lo creían…
Seguimos en Montana. Año 2015. Pónganse en los zapatos de Kurt, uno de los dos hijos de Larry. Quizá en sus zapatillas, cuando suena el timbre a última hora de la tarde y es el repartidor que le trae un paquete especial, muy especial: las cenizas de Larry. De modo negligente, Alcor había «neurosuspendido» a Larry; y el «resto», ni para caldo: pasto de las llamas. Kurt ha recordado que, en vida, su padre siempre dijo que su fe en la criopreservación no abarcaba la «decapitación», que le parecía una terrible alternativa. «Te pondrían el cuerpo de un coyote y te pasearían por los circos» –le había dicho en broma Kurt más de una vez en el fragor de sus discusiones sobre su extravagante pretensión de «no morir»-.
Alcor se enfrenta a una demanda planteada por los hijos de Larry pero uno se pregunta exactamente qué es legítimo que reclamen. Se ha violado el contrato, cierto. ¿Bastaría con que Alcor devuelva el dinero? ¿Que mantenga el servicio devolviendo la diferencia? Quizá, la cabeza es menos que nada… A lo mejor a su padre, cuando fuera resucitado en cuerpo de coyote, no le parece tan mal.
«La idea de que el cadáver de su padre ha sido ‘profanado’ es ciertamente indemnizable, pero ese daño no es ‘contractual’»
El caso es que Kurt no se conforma y reclama una indemnización millonaria por «los daños». ¿A quién? Es extraño pensar que ese incumplimiento contractual daña a Larry, a quien ya nada le afecta. ¿A sus hijos o familiares directos? La idea de que el cadáver de su padre ha sido «profanado» es ciertamente indemnizable, pero ese daño no es «contractual». ¿Se trata entonces del daño producido por la angustia de pensar que su padre ya no recibirá el servicio contratado, es decir, ya no podrá resucitar «en cuerpo y alma» como había deseado?
Una desesperación demasiado común, me temo y que evoca el viejo chiste de judíos: «Desearía no haber llegado a nacer» – le dice uno a otro. «Pero ¿quién tiene esa suerte, David? ¡Ni uno entre mil!». Y además, puestos a especular y fantasear como acostumbró Larry en vida: ¿qué le asegura a los Pilgeram que a fin de cuentas en un futuro –sin duda muy, muy lejano- la ciencia no habrá avanzado tal barbaridad que serán capaces de recuperar un cuerpo como el que Larry portaba a los 90?
El caso es que Kurt, de momento, ha solicitado a Alcor que le devuelvan la cabeza de su padre. No sé si es la mejor opción. Yo, si fuera su abogado, exigiría una compensación consistente en que me criopreserven también. No tiene nada que perder, ¿no les parece? Quizá Kurt piensa que puede acabar despertando junto al padre coyote en un mundo aún más hostil que este: donde ni siquiera se pueda morir.