La historia de la humanidad se escribe con paradojas. Hoy asistimos a una especialmente reveladora: el triunfo político del conservadurismo coincide con su aparente final. O, al menos, con una profunda e inquietante transformación. Conforme a las ideas expuestas en ¿Por qué ha fracasado el liberalismo?, el célebre libro de Patrick J. Deneen, en el cual se advierte de que la ideología liberal puede terminar socavando las bases comunitarias que la sustentan, cabría preguntarse por el sentido de esta mutación.
Lean, por ejemplo, la interpretación que plantea el portugués Bruno Maçães, en su artículo Conservatism is dead, recientemente publicado en la revista The New Statesman, donde sostiene que muchas formas actuales del conservadurismo se ven impulsadas más por un fervor destructivo que por una defensa genuina del orden. La gran tragedia de la modernidad reside en la pérdida del hilo de la tradición que unía el pasado con el futuro, anunciándolo desde el presente. Lo que se ha perdido es el sentido del orden, que es como hablar del sentido de la realidad.
Maçães lo sugiere en su texto al atreverse a preguntar por las instituciones que merecerían ser conservadas. Detrás de cualquier idealización sólo se encuentra el vacío y la ausencia; o quizás un espejo de nuestros miedos. Son formas de escapismo que reflejan el duelo nihilista por un mundo que ya no existe y que, de hecho, nunca ha existido ni existirá. Poco importa que lo llamemos utopía o nostalgia, MAGA o MEGA; la falta de realismo conduce a un paisaje de ruinas, al Brexit o a la crisis de identidad política en Estados Unidos. Este es un principio que admite poca discusión. La gran literatura lo ha explorado a fondo.
¿Y qué mejor ejemplo que Joan Didion para entenderlo? En uno de sus mejores libros –Slouching Towards Bethlehem– definió la California de los sesenta como un lugar atrapado por sus mitos y desilusiones. Con mirada fría y luminosa, describió un mundo que se desmoronaba, un mundo cuyo centro moral había desaparecido. El ensayo de Didion traza los contornos puros de una época tan impura como la nuestra.
«El verdadero conservadurismo no puede confundir la resistencia a valores de la izquierda con una revolución reaccionaria»
Sin embargo, esa búsqueda de un centro perdido conduce inevitablemente a la destrucción, como nos recuerda la experiencia revolucionaria. La nostalgia, cuando se hace dogmática, adquiere el tono inflamado de la ira. Lo comprobamos en la fractura la OTAN ante el desgaste provocado por la guerra de Ucrania o en la desarticulación de instituciones y estructuras en nombre de la eficiencia presupuestaria. El miedo llama al miedo y la desconfianza a la desconfianza. Perder el vínculo atlántico que unía a dos pueblos hermanos, a dos civilizaciones, como son la americana y la europea, no augura nada bueno para nuestro futuro común.
En realidad, si queremos sobrevivir cultural, política y socialmente, necesitamos reformular lo antes posible una idea de orden que sea a la vez creíble y realista, no dogmática ni nostálgica. «La Historia es ondulante», nos recordaba Josep Pla citando a Montaigne; y quizás un primer paso necesario sea reconocer la provisionalidad y el carácter incompleto de cualquier ideología o de cualquier credo político. Vivimos en un tiempo de experimentación, de creación continua, pero también de inseguridad. Y, sin embargo, esto no es algo nuevo: el futuro siempre se edifica desde la incertidumbre.
En este sentido, más que la preservación obsesiva de un pasado en ruinas, el desafío consiste en comprender que el verdadero conservadurismo no puede confundir la resistencia a unos valores de la izquierda que le disgustan con una revolución reaccionaria. Al contrario, el mejor conservadurismo –el que va de Burke a Oakeshott– responde al don del tiempo, a una construcción paciente en diálogo con sus imperfecciones y sus límites. Porque, como bien sabe la literatura, es precisamente una cierta dosis de duda la que acaba revelando la verdad.