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En España, en buena parte de Europa y en casi toda la izquierda iberoamericana, se ha impuesto una narrativa monolítica: que Israel está cometiendo un genocidio contra los palestinos. Esta acusación, repetida como dogma en universidades, redes sociales y medios de comunicación, no admite matices ni contexto. Uno de los voceros más ruidosos de esta postura es Pedro Sánchez, presidente del Gobierno español, quien ha llegado a calificar oficialmente a Israel como un «Estado genocida». Y no lo hace solo: la izquierda europea en bloque ha optado por abrazar esta tesis, alineándose en muchos casos con sectores islamistas que promueven abiertamente la destrucción de Israel.
Pero esta narrativa emocional no resiste a los datos. Desde 1948, cuando se fundó Israel, la población palestina no ha sido exterminada, sino que se ha multiplicado. De unos 700.000 palestinos se ha pasado a más de nueve millones entre Gaza, Cisjordania y los países vecinos. ¿Genocidio? El término implica la destrucción sistemática de un pueblo, no su crecimiento exponencial.
Más aún: hay hoy más árabes viviendo dentro del Estado de Israel —con ciudadanía, derecho al voto, representación parlamentaria, educación universitaria y acceso al sistema de salud— que judíos en toda Europa. Y eso no es casual. En 1938, había más de 10 millones de judíos en Europa; hoy queda menos de un millón. Es decir: Europa sí perpetró un genocidio, y fue contra los judíos. Pero ahora pretende lavar su culpa histórica proyectándola sobre la única nación judía del mundo.
Y mientras se rasga las vestiduras por los palestinos, Europa ignora deliberadamente otro genocidio, uno real y contemporáneo: el de los cristianos en tierras musulmanas. A comienzos del siglo XX, los cristianos representaban el 20% de la población en Medio Oriente. Hoy apenas llegan al 3%. No se trata de migración voluntaria. Se trata de persecución, asesinatos, conversiones forzadas y limpieza étnica.
El genocidio silenciado
En Irak, de 1,5 millones de cristianos en 2003, quedan menos de 300.000. En Siria, antes de la guerra, eran más de dos millones; hoy, medio millón. En Egipto, los cristianos coptos —casi el 10 % de la población— sufren discriminación, ataques a iglesias, hostigamiento permanente. En Gaza, donde gobierna Hamás, apenas quedan unos cientos de cristianos. En Irán, donde convertirse al cristianismo puede costar la cárcel o incluso la vida, quedan entre 100.000 y 200.000. En Turquía, de más de dos millones durante el Imperio Otomano, hoy quedan menos de 150.000. En Arabia Saudita, no existe ni una sola iglesia.
En África, la situación no es mejor. En Nigeria, más de 17.000 cristianos han sido asesinados desde 2009 por Boko Haram. En Mozambique, Al-Shabab decapita, quema iglesias y obliga a huir a comunidades enteras. En Sudán, Etiopía y Somalia, ser cristiano es vivir bajo amenaza constante.
Y, sin embargo: silencio. No hay manifestaciones, ni resoluciones de condena, ni comunicados ministeriales. Los mismos que claman por Palestina miran hacia otro lado cuando se trata de cristianos perseguidos. La cruz no convoca empatía; la kufiyya, en cambio, es ícono de moda.
Las 40.000 muertes de Gaza
Desde el ataque del 7 de octubre de 2023, cuando Hamás cruzó la frontera y cometió la mayor matanza de judíos desde el Holocausto —mujeres violadas, niños decapitados, ancianos quemados vivos—, Israel ha estado en guerra. Una guerra que no inició, pero que estaba preparada para enfrentar. El resultado es trágico: unas 40.000 muertes, según fuentes palestinas. Pero se estima que al menos 17.000 de esos muertos eran combatientes armados. ¿Duele? Por supuesto. ¿Es horrible? Sí. ¿Es un genocidio? No. Es una guerra. Y, de hecho, con una proporción de víctimas civiles menor que en conflictos recientes como los de Siria, Yemen o Afganistán.
La respuesta de Israel ha sido quirúrgica, no impulsiva. Ha desmantelado la infraestructura militar de Hamás, destruido túneles, fábricas de armas, sistemas de mando. En el norte, enfrenta a Hezbollah con determinación. Y ha golpeado duramente las capacidades nucleares de Irán, el verdadero titiritero detrás de la violencia. Esto no es venganza: es prevención. Irán no oculta sus intenciones. Su doctrina oficial es eliminar a Israel del mapa.
«No es solo cobardía: es auto-odio. Y esa alianza entre la izquierda occidental y el islamismo radical no solo pone en peligro a Israel. Pone en peligro a Europa misma»
Y, sin embargo, en las calles de Madrid, París o Berlín se cantan eslóganes como «From the river to the sea, Palestine will be free». No es una consigna pacifista: es un llamado a la desaparición del único Estado judío del planeta. Si se aplicara ese estándar a cualquier otro pueblo sería condenado como discurso de odio. Pero con Israel, todo vale.
Europa contra sí misma
La pregunta es: ¿por qué? ¿Por qué Pedro Sánchez y tantos líderes europeos eligen atacar a Israel mientras ignoran el sufrimiento de los cristianos? La respuesta tiene que ver con una desconexión profunda de Europa respecto a sus propias raíces. Antaño cristiana, hoy culturalmente laica y muchas veces abiertamente anticristiana, Europa ha dejado de defender a los suyos. Ya no protege a los perseguidos que comparten su historia, su fe o su cultura, pero se moviliza por causas que ni entiende ni representan sus valores.
No es solo cobardía: es auto-odio. Y esa alianza entre la izquierda occidental y el islamismo radical no solo pone en peligro a Israel. Pone en peligro a Europa misma. Porque quienes hoy desprecian sus raíces mañana no sabrán por qué vale la pena defenderlas.
El genocidio cristiano es real. El intento de genocidio contra Israel también lo es. Pero lo más obsceno de todo es que Occidente ha decidido callar ante uno y acusar falsamente al otro. Esa complicidad moral quedará marcada como uno de los fracasos éticos más grandes de nuestro tiempo.