Suddenly I just woke up to the happening
Aunque veladamente, debido a la vergüenza que me causa solamente recordarlo, he debido contar alguna vez el bochorno que pasé en mis últimos años como profesor de bachillerato cuando, con la llegada de la LOGSE, se estableció un complemento en la retribución de los funcionarios docentes que sólo se devengaba tras la realización de unos cursillos (el decoro residual impedía aún llamarlos cursos) organizados por los sindicatos, en los que se actualizaba la formación del profesorado. Durante algún tiempo me resistí a asistir a ellos, pero mis responsabilidades familiares me inclinaron a apuntarme a uno. Lo dirigía una psicóloga enviada por el Ministerio, y la primera actividad que nos propuso para promover la dinámica de grupos fue —no se lo van a creer— bailar el corro de la patata.
Cuando la psicóloga daba una palmada, el corro se detenía y teníamos que hablar con la persona que tuviéramos al lado. Daba lo mismo de qué se hablase, con tal de estimular la comunicación. Tampoco los implicados (algunos con 20 o 30 años de profesión a sus espaldas) podíamos creer lo que estábamos haciendo. No fui capaz de volver a la clase siguiente, porque mi vergüenza fue superior a mi sentido de la responsabilidad, renuncié al complemento salarial y me resigné a quedar muy por detrás de mis compañeros en el ránking de actualización académica.
Pero se me había escapado el sentido real de aquella pantomima hasta que el otro día volví a sentir la misma vergüenza ante una situación bastante parecida. Ocurrió durante una visita comentada a un museo de arte contemporáneo. Como sabe el lector, este tipo de visitas nada tienen que ver con las charlas que en muchos museos profesores y expertos dedican a introducir a la audiencia en la significación de las colecciones y a suscitar una reflexión sobre ellas.
Aunque Rafael, Velázquez o Rubens pintasen para el clero, los nobles o los reyes, desde que sus obras se convirtieron en patrimonio nacional y entraron en los museos estatales, su destinatario último, como ocurre con las producidas a partir del siglo XIX, es el gran público ilustrado o, al menos, deseoso de ilustrarse, y están por definición expuestas al libre examen crítico. También lo están, sin duda, las obras de arte contemporáneo que se hallan en museos y galerías, y también a propósito de ellas historiadores del arte y especialistas ilustran a los espectadores que han de juzgarlas.
No obstante, gran parte de lo que llamamos arte contemporáneo presenta una peculiaridad. En su medida más prominente, y aunque a sus practicantes no les guste reconocerlo, es descendiente más o menos directo de las vanguardias históricas de principios del siglo XX, que como toda vanguardia tenían carácter minoritario, y que a su vez estuvieron en muchos casos vinculadas a las vanguardias políticas de la época (comunismo y fascismo). Es decir, que estaban comprometidas en la revolución contra esa sociedad burguesa que, además de la democracia parlamentaria de derecho, había institucionalizado el arte como una esfera autónoma y diferenciada; y concebían su acción subversiva como una serie de atentados simbólicos contra esa institución que aspiraban a destruir, por lo que aterrorizaban con ellos al público que acudía a las salas de exposición.
«Los enfáticos manifiestos del vanguardismo artístico han sido sustituidos por las pastorales moralizantes»
Bien es verdad que los totalitarismos que protagonizaron las tragedias políticas del siglo XX sólo han sobrevivido en el XXI transformándose en las actuales farsas populistas. Y así como las ampulosas ideologías de las razas y las clases se han convertido en los catecismos simplificados de las guerras culturales entre identidades, los enfáticos manifiestos del vanguardismo artístico han sido sustituidos por las pastorales moralizantes que, aunque de forma (al menos aparentemente) menos coactiva, subordinan las obras a las consignas políticas imperantes con argumentos no muy diferentes de los utilizados por Zdhánov o Goebbels.
Así pues, dado que han subsistido las instituciones del arte moderno y, con ellas, el espíritu del público mayoritariamente vinculado a esas instituciones (museos, galerías, colecciones), las obras de arte contemporáneo, como fármacos que sólo pudieran hacer efecto a quienes leen el prospecto, necesitan de un discurso que también conserva, aunque amortiguada, la hostilidad vanguardista hacia ese público. Y es por ello que estas obras necesitan una especial mediación entre ellas y un público que se obstina en defenderse de los atentados que le amenazan y que, no porque no comprenda el arte contemporáneo sino, al contrario, porque lo entiende perfectamente, considera muy sospechoso que los proyectiles revolucionarios se conviertan en objetos de culto de la sociedad que precisamente tratan de destruir, como si pretendieran estar, como suele decirse, a la vez en la procesión y repicando.
El campechano Führer (que es como se dice guía en alemán) que comentaba nuestra visita partía de esa premisa, es decir, suponía nuestra sospecha, y se enfrentaba a la ardua tarea de persuadirnos de que nuestros prejuicios se derivaban de que no entendíamos el arte contemporáneo. Y él nos lo iba a explicar. Y no lo iba a hacer ofreciéndonos información nutritiva acerca de las obras, sus autores, sus contextos, su genealogía o su posteridad, para que pudiéramos juzgar con mayor conocimiento de causa lo que estábamos viendo, como se hace con los espectadores adultos. Iba a proceder como en los talleres que muchos museos organizan para escolares de primaria, a quienes sólo puede convencerse de que abandonen su natural inclinación a la molicie prometiéndoles una nueva diversión, con un desafío que halague su inmadurez y que disimule su objetivo final. Así que el Duce (que es como se dice guía en italiano) hizo este ominoso anuncio: «Y ahora vamos a hacer un happening».
No sé lo que pensarían los demás, pero yo me regocijé imaginando que iba a lanzar piedras contra la vidriera de una sucursal bancaria, a crucificar a una gallina viva, a quemar una bandera imperialista o a revivir la tomatina de Buñol con botes de sopa Campbell y algún que otro descalabro. No tuve en cuenta que la performance tenía que ser apta para menores. El Leader (que es como se dice guía en inglés) nos sacó al exterior del museo y nos ordenó cerrar los ojos durante veinte segundos. Tras volver a abrirlos, teníamos que repetir vocalmente los principales sonidos escuchados durante la meditación.
«La verdadera obra, el verdadero acontecimiento era el discurso performativo del comentarista»
No soy capaz de entrar en más detalles, pero también hubo algo parecido al corro de la patata, con sus palmadas y todo. Subrayo que los visitantes éramos todos mayores de edad, y el grueso eran jóvenes en torno a los 30 años con currículos de excelencia académica y profesional en las más diversas materias. Mientras nos paseábamos entre chatarra mecánica y suelos tapizados con ropa usada, el mediador insistía con denuedo en que repitiéramos mentalmente, como en las madrasas coránicas, dos consignas: una, «Arte=Vida=Arte»; y otra, «la importancia de lo que no es importante». No entraba en sus cálculos que alguno de nosotros se atreviese a razonar estas fórmulas y pudiera llegar a la conclusión de que, si lo que no es importante también es importante, entonces todo es importante y, por tanto, nada lo es, y de que si todo en la vida es arte no pintábamos nada en un museo.
Contra lo que pudiera parecer, no me refiero en absoluto a esta experiencia con sarcasmo ni con desprecio por el animoso guía. Al revés: igual que la Menegilda de La Gran Vía de Chueca y Valverde, quien tras aprender a fregar, a barrer, a guisar a planchar y a coser, viendo que estas cosas no le hacían prosperar, entendió que debía aprender a sisar, yo tuve al punto una iluminación repentina que esclareció mi conciencia: allí las obras no pintaban nada, y era vano todo esfuerzo por penetrar en su significado mediante un esfuerzo intelectual; la verdadera obra, el verdadero acontecimiento era el discurso performativo del comentarista, pleno de espíritu posvanguardista.
Cabe, sin duda, tener una actitud crítica hacia el arte contemporáneo. Pero hace falta sentir el mismo olímpico desprecio por el arte que un auténtico dadaísta para insultar al público (alabándolo como si fuera inepto) y humillar a las obras de arte como si fueran un simple perchero para colgar de ellas un plato de cultura rápida ya preparado y hasta predigerido. Si para ello hubo que ir a un museo de arte contemporáneo es seguramente porque algo así no habría sido posible —salvo en una visita infantil— si las obras del museo hubieran sido La familia de Carlos IV o La última cena de San Baudelio de Berlanga, que nunca han necesitado esta clase de tutores.
Quien consigue que 40 adultos con estudios superiores se pongan a bailar el corro de la patata en un museo no tendrá el menor problema para lograr que el público se identifique con la minoría revolucionaria presta a destruir la sociedad burguesa, racista, patriarcal, consumista y belicista y que al mismo tiempo aplauda la musealización de esos atentados y financie con sus impuestos los proyectiles que le acusan como clientela sumisa. Una verdadera lección de ironía que desenmascara la naturaleza de la inmensa mayoría de las explicaciones del arte contemporáneo.
«Cómo hemos llegado a aceptar que ocupasen las instituciones educativas aquellos que habían venido a destruirlas»
Y una lección que se aplica a muchos otros campos y que permite comprender, por ejemplo, cómo hemos llegado a aceptar que ocupasen las instituciones educativas aquellos que habían venido a destruirlas en nombre de un futuro para el que nunca hay suficiente presupuesto; un logro que sólo puede alcanzar quien abandona su capacidad de juicio y asume la condición de menor de edad. Examine el lector a la luz de esta revelación, por ejemplo, las cartas a la ciudadanía remitidas desde la Moncloa, no como intentos de justificación ideológica o de chantaje emocional, sino como performances experimentales de uno de esos artistas que ocupan los museos o los palacios de gobierno a la vez que destruyen sus articulaciones.
Es más: aplíquese también esta lección para comprender el discurso de todos esos líderes revolucionarios que ocupan parasitariamente las instituciones y viven del prestigio que éstas conservan por lo que alguna vez representaron, pero que no creen en ellas y se dedican a lanzar cada mañana misiles (no todos ellos puramente simbólicos) para erosionarlas y desbordarlas, sin ofrecer más alternativa que el caos y el aprender a sisar.
He de confesar, pese a todo, que tras la visita al museo los jóvenes que me acompañaban no salieron en general muy persuadidos por la intensidad de la ocurrencia (que es como se dice happening en castellano). Quiero decir que tengo la impresión de que, a poco que se descuiden, muchos miembros de esa generación llegarán a la mayoría de edad, y lo mismo hasta desalojan de sus poltronas a algunos de nuestros explicadores performativos y restauran la dignidad del estado de adulto en la sociedad civil. Cosas más raras se han visto.