A los 70 años, Kalilou Diawara se ha convertido, sin pretenderlo, en símbolo de la lucha por el derecho a la vivienda en Salt, un municipio de 35.000 habitantes que, sobre el mapa, parece un apéndice de la pétrea Girona. El viernes 7 de marzo, una comitiva judicial desahució al hombre, imán de la mezquita que frecuenta la comunidad subsahariana, a su mujer y cuatro de sus hijos, menores. La familia llevaba cinco años sin pagar la hipoteca del piso, propiedad de un banco. El pasado lunes, tras agotar los tres días de alojamiento provisional en un hostal sufragados por el consistorio, Diawara intentó entrar de nuevo a la vivienda. Pero la alarma que la entidad bancaria había instalado saltó. Los Mossos acudieron y ejecutaron un desalojo exprés durante el cual, según la familia, el hombre —conocido aquí con el apodo de Papa Diawara— recibió golpes y un empujón.
El desahucio de Diawara ha prendido la mecha de un malestar creciente entre los inmigrantes del Salt (el 37% de los vecinos son extranjeros, según el Instituto de Estadística de Cataluña), que ven el futuro gris, como el asfalto que cubre cada centímetro de esta ciudad, por la imposibilidad de acceder a una vivienda. Ese desasosiego explotó el lunes por la noche, horas después de la actuación policial, cuando medio centenar de personas arrojaron piedras y huevos contra la fachada de la comisaría. La noche siguiente, la protesta adquirió tintes más preocupantes en una ciudad volátil, con tal concentración de problemas que da la sensación de que puede estallar en cualquier momento: un centenar de personas, la mayoría encapuchadas, quemaron contenedores y arrojaron objetos a los agentes en torno al Ayuntamiento y en el paseo Països Catalans, donde residían el imán y su familia.
Antes de esa segunda ronda de disturbios, Papa Diawara envió un mensaje de audio a sus contactos: “Sabemos que la situación en Salt deja mucho que desear y que este caso ha removido a todos. Pero hay que llevar las cosas con inteligencia. Que no hagan nada los jóvenes, si quieren concentrarse que sea de forma pacífica”. No sirvió de nada. Porque los altercados no han sido tanto una muestra de solidaridad hacia un líder comunitario como una expresión de rabia. La mayoría de quienes salieron ni frecuentan la mezquita donde Diawara dirige el rezo en fin de semana ni apenas le conocen. Lo ha recordado, con cierta sorna, una de sus nueve hijas, Henda: “Si hay gente que ha hecho el gilipollas ha sido porque ha querido. Que no metan a mi padre, que no digan que han defendido a su imán porque han escuchado que le han pegado”.

La información que circula estos días por las calles de Salt no es de buena calidad. “¿Tú crees que tenían que pegar a los niños pequeños para echarlos de casa?”, asume Yassin, de 19 años, frente a la barbería en la que trabaja. Nacido en Nador pero criado en Cataluña, señala la diana de todos los males: la vivienda. “La gente viene a trabajar, a levantar España. Pero necesita un techo. La mayoría no tiene dinero para comprar, porque no tiene ahorros. Y alquilar no pueden porque no hay vivienda de alquiler”. Cita el caso de su hermana, embarazada de gemelos, que ha descartado alquilar un estudio sin habitaciones por 550 euros (enseña las fotos) porque no sabría “dónde meter a los críos”.
Yassin señala con el dedo varias fincas en esa misma calle, la de Àngel Guimerà, con las persianas cerradas. Están vacías, conectadas con alarmas para evitar ocupaciones. La realidad de Salt es que muchas de esas viviendas son propiedad del banco malo estatal (la Sareb, que tiene 135 activos inmobiliarios), de entidades bancarias y, sobre todo, de fondos de inversión. Según el Sindicato de Vivienda de Salt, hay más de 1.800 pisos en manos de grandes tenedores a la espera de comprador. Un diagnóstico que comparte el Ayuntamiento, en manos de Esquerra Republicana. El gran problema es “la vivienda vacía en manos de fondos buitres, que es el porcentaje más alto de desahucios que se producen”, critica Àlex Barceló, teniente de alcalde de Territorio y Vivienda.
La tentación de regresar
A la venta pero no en alquiler, esas viviendas vacías se convierten a menudo en la única salida para los más vulnerables. Es fácil encontrar a familias que se han visto empujadas a ocupar, aunque sea temporalmente, un piso. Aquí no se debate si ocupar está bien o mal, o qué protección jurídica merece la propiedad privada. Aquí prima estar a cobijo. “Si una familia con niños entra de ocupa en un piso de un banco que el banco no alquila, hay que dejar que se queden. Lo siento, pero la gente no puede vivir así en la calle”, critica Yassin, que ante las pocas perspectivas de futuro (sus padres viven en Alicante porque es más barato; él vive en una habitación con otros chicos) sopesa volver a Marruecos.

El regreso a casa no es un tema tabú en Salt, donde el sueño europeo parece haberse quebrado. Salimata Frakone, de 60 años, lleva un tercio de su vida en la ciudad, pero ahora lo está pasando tan mal que se plantea la vuelta a Malí. “Los chicos jóvenes se están yendo a Francia, a Inglaterra… Solo quedaremos los viejos”, cuenta en una tienda de moda africana. Madre de ocho hijos (tres aún son menores), compró un piso con su marido, pero dejaron de pagar las cuotas cuando a él se le acabó el paro. Llegó, puntual, el desahucio, una realidad cotidiana en Salt. La familia encontró solución en la misma finca: ocuparon el piso de abajo, propiedad de un banco, que sabían vacío. Y allí viven. “Tengo miedo de que un día vengan, nos echen y nos veamos en la calle”, cuenta Salimata.
La dureza de la calle la conoció Hawa Diallo, maliense de 47 años. La crisis pasó por encima a su familia. Cuando el banco pidió al juzgado la ejecución por impago de la hipoteca, solicitaron sin éxito un alquiler social. “Me dijeron que no porque el banco solo quería vender. Estuve 15 días viviendo en la calle, y cada miembro de mi familia en una casa distinta. Estuvimos cuatro años en un piso ocupado”, cuenta mientras friega la entrada del supermercado. Hawa está feliz porque su marido ha podido comprar un piso para ellos y sus cinco hijos. Pero sufre por situaciones cotidianas como la del imán. “Hay que arreglar el problema de los pisos, por favor. Sin un techo no puedes ser feliz”.
Cerca del supermercado, en el barrio con más concentración de inmigrantes de Salt (una ciudad son siempre muchas ciudades), está la oficina de vivienda del municipio, que en el último año y medio ha ayudado a detener, con sus gestiones, unos 160 desahucios. Los carteles avisan de los plazos y requisitos para presentar las ayudas al alquiler. En la sala de espera está Aisha, marroquí de 46 años. Llegó sola de su país con un contrato para trabajar en la pastelería Casa Moner, de Girona. Explica que vivió un tiempo “de ocupa”, en un piso vacío, y que ahora está tramitando un alquiler social en Salt.

“De propietarios a ocupas”
El municipio ha hecho un esfuerzo para paliar el drama de la vivienda. Un total de 688 personas están inscritas en el registro de vivienda de protección oficial de Salt, que ha apostado por comprar pisos de bancos para reformarlos y sacarlos al mercado de alquiler para personas que los necesitan. Ya hay más de un centenar (el año pasado habilitó 15 pisos). Además, el 10% del parque de vivienda es público, un porcentaje muy superior a la media catalana (del 1,7%). Y aun así, no es suficiente: la demanda supera a la oferta. Las entidades critican que el reglamento para acceder a la bolsa de alquiler penaliza a los extranjeros. “Es más fácil acceder si eres un estudiante que viene de Francia que si eres vecino con NIE [número de identificación de extranjeros]”, denuncia Aliou Diallo, que ha crecido en Salt y es investigador sobre racismo institucional en el Departamento de Derecho Público de la Universitat de Girona.

Aliou, de 28 años, aplaude la compra de vivienda, pero denuncia que la “pobreza endémica” de Salt solo salte a la primera página con ocasión de problemas de orden público. “Es un tema que no interesa porque los afectados son extranjeros, algunos sin papeles, y no tienen derecho a voto”. El investigador pone palabras a la sensación, en la calle, de que las sucesivas crisis económicas —la financiera de 2008, pero también las provocadas por la covid o la inflación— han ido rompiendo las expectativas de cientos de extranjeros en Salt. “Llegaron hace más de 20 años, en un momento de bonanza económica, con la idea de hacer dinero y regresar. Era fácil acceder a un trabajo y a una hipoteca. Pero luego vieron cómo su proyecto de vida, aquí y allí, quedaba frustrado. Muchos han pasado de propietarios a ocupas”. Los jóvenes que pueden, se van. “La mitad de mis compañeros de Salt en la ESO están en otros países de Europa”, dice el investigador, que no se pregunta por qué ha estallado el malestar en Salt, sino “por qué ha tardado tanto en pasar”.