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El Miguel Ángel de Estepona que triunfa con sus helados gigantes de mármol: «Mi falta de ambición económica es lo que me ha permitido llegar hasta aquí»

by Marko Florentino
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Para llegar al estudio que Juan Miguel Quiñones (Cádiz, 1979) tiene en Estepona hay que subirse en su pick up, agarrarse a los pasamanos de las puertas y confiar en que el vehículo no se desvíe del estrecho camino de tierra que va dibujando curvas a medida que sube y baja por la sierra que custodia esta ciudad malagueña. Cuando los tejados de una de las zonas más turísticas de la Costa del Sol desaparecen, en un valle donde todo lo que hay son montones de tierra cobriza y vegetación, aparece un portón gris, rodeado de un muro de bloque del mismo color. Sin casas en varios metros a la redonda, sin un solo sonido más allá del viento y, por supuesto, sin cobertura para el móvil.

«Esperad, que voy a sujetar al perro antes de que entréis», dice este inusual escultor gaditano, que lleva desde su niñez afincado en Estepona, a donde su padre llegó con su familia para levantar complejos turísticos. Él se sonríe mientras su galerista, Flor Reiners, fundadora de Reiners Contemporary Art en Marbella, y la directora de la galería, Pierina Seinfeld, hacen aún por recomponerse del viaje. Cuando el portón se corre a un lado, ya no hay perro, pero aparece la camiseta naranja de Quiñones y a su espalda una escena difícil de describir en toda su esencia. Pero vamos a intentarlo. A la derecha, una puerta y un muro cubren su casa y una sala aún en construcción espera para recibir sus obras. Al fondo, sobre un enorme tablero, sujeto por caballetes, descansan lijas, piedras, piezas a medio construir, una sierra… Sobre ellas, en las estanterías, hay decenas de cajas de detergente en cápsulas de Ariel, de barquillos del Mercadona, de aceitunas del mismo supermercado con pequeños retales de cuarzo, malaquita, mármol o lapislázuli. Al lado, libres, un número incontable de esas mismas piedras de mayor tamaño que se mezclan con cinceles y artilugios rudimentarios. En la pared de enfrente, una estantería de pie, con cajas de plástico como las de la fruta, llenas de cachibaches. Por ahí también andan una sierra de mesa antigua como de carpintería, una lijadora eléctrica portátil y tres ventiladores machacados colgados en las dos paredes –lo único eléctrico que hay en el espacio–. Todo cubierto solamente por una chapa de uralita que sirve de techo a este cobertizo que se ha convertido en el taller de un escultor que empezó trabajando en la construcción cuando dejó sus estudios, que fue restaurador sin formación alguna, de forma autodidacta, y que ahora ha ido construyendo una colección artística que hasta el 14 de diciembre está expuesta en el Centro Mirador del Carmen de Estepona.

Lo que allí dentro hay, bajo el nombre Quiñones: al origen, son 180 esculturas hechas de mármol, travertino, alabastro y otras piedras preciosas o semipreciosas –cuarzo, malaquita, granito, lapislázuli, ónix, jaspe…– que han sido cada una de ellas talladas a mano por este escultor, sin ayuda de absolutamente nadie. Y también está el concepto mismo de la arquitectura del placer que Henri Lefebvre y su discípulo español Mario Gaviria desarrollaron en los 70 para definir la tensión entre el deseo de disfrute y la mercantilización del territorio que se vivía en lugares de veraneo como Estepona. «Yo lo que quiero es transportaros a vuestra infancia. A esos momentos del verano de la niñez donde ni importaba el trabajo, ni importaban los estudios, ni nada más que disfrutar y ser libres. Un niño es libre porque no tiene presiones de dinero, de pareja, de nada. Mi obra quiero que te lleve a eso, a estar en pelotas en la playa», apunta el escultor, que tiene tatuadas las palabras arte y amor en sus nudillos, apoyado sobre su propio Drácula, ese helado que Frigo lanzó a finales de los 70 con interior de vainilla y sirope de fresa recubierto de una capa con sabor a cola, construido en mármol negro, en amarillo de Triana y travertino. Su altura supera los tres metros, su peso llega hasta los 3.500 kilos y su precio es de 60.000 euros, más impuestos.

Esa es la joya de la corona de una exposición en la que se pueden ver patinetes de la marca Santa Cruz con sus herrajes y sus ruedines; una playstation del primer modelo que llegó a España, en negro y con un cable dorado; gameboy color en toda la gama cromática imaginable; una camarita de esas de broma de cuyo interior sale la cara de un payaso al pulsar el botón, y una gama infinita de los helados que han compuesto la infancia de todos los niños de este país –del maxibon al frigopie pasando por el colajet o el twister–. «Todo esto lo he hecho desde un punto egoísta. Yo hice los skates, los dracula y todos los helados porque es mi infancia y es lo que yo he disfrutado. Luego se ha expuesto y hay gente que siente identificada, pero yo lo he hecho por mí», apunta el creador, a quien una trabajadora del centro de arte define como «el Miguel Ángel de nuestro tiempo». «Espero que lo pongas», insiste. Así que aquí está porque, en el fondo, la comparación tiene sentido en sí misma.

Toda la obra de Quiñones está hecha con un método tradicional de escultura, tal cual lo hacían los artistas renacentistas, sin usar máquinas más allá de la sierra de mesa para cortar las piedras y la lija eléctrica para pulir algunas de ellas que están su cobertizo. El proceso de creación de la obra es absolutamente manual, siguiendo la técnica de la piedra dura, que consiste en coger una plancha de mármol, hacer una hendidura de tres o cuatro milímetros con una forma para poder meterle incustraciones. Así, por ejemplo, las gameboy de este artista están compuestas por esa base de mármol y los detalles –botones y pantalla– están hechos con otro material que se incrustra.

Y, ahora la pregunta que sobrevuela, ¿cómo un chico que no quiso estudiar, que vivía de la construcción, que no ha recibido formación artística, ha hecho todo esto? «No lo sé, no tengo forma de explicarlo. Supongo que es algo innato que me surge solo. Yo siempre he tenido amor por las piedras, empecé poquito a poquito, andaba por los ríos buscando piedras de colores. Qué coño iba a pensar que iba a llegar hasta aquí. Empecé haciendo arte sin saber lo que era el arte», explica Quiñones, que recuerda la primera vez que se quedó fascinado por la escultura. Era un chaval recién llegado de la mili, en la empresa de obra de su familia se encargada de poner tela asfáltica y en uno de los hoteles más exclusivos de Marbella en el que trabajaba se encontró con una escultura helénica. «Yo pensé que eso sabía hacerlo, estaba convencido».

No se equivocaba, aunque todo su conocimiento se redujera a las lecciones sobre el trabajo en la cantera que había cogido de su padre y al gusto por las piedras y minerales que había ido desarrollando por su cuenta. Él sabía hacerlo aunque nadie le hubiera enseñado cómo. En 2003, el dueño de un anticuario se decidió a ofrecerle un trabajo de restauración sin haberle visto trabajar. Le pidió que arreglara la mano de una estatua, la parte más difícil para un escultor. Lo hizo a la primera. «Fui un sábado que no curraba, la restauré sin problema. Yo ya estaba haciendo algunas de mis cosas, pero no profesionalmente», recuerda el escultor, que empezó a dedicarse exclusivamente a sus esculturas hace 12 años cuando nació su segundo hijo, Juan Miguel. «Lo intenté varias veces, pero era complicado porque siempre te ponen zancadillas. Era padre de familia, tuve un problema grave con la empresa y mandé a tomar espárragos mi trabajo fijo y mi sueldo, y me metí en este barro. Me decían que estaba loco, que tenía hijos y una hipoteca, pero es que solo voy a vivir una vez y tenía que hacerlo».

En 2013, con el país aún asfixiado por las consecuencias de la crisis de 2008, montó Quiñones su «pequeño estudio» en el cobertizo de su casa en el que ahora, sobre una silla de madera llena de polvo, cuenta esta historia. Ahí empieza su jornada cada día sobre las cinco de la mañana. Se toma solo, sin un solo ruido, el primer café del día y arranca la producción hasta que tiene que llevar a sus hijos al colegio. Y luego sigue sin descanso hasta que el cuerpo dice basta y se echa la noche. «Para mí esto son 24 horas al día, vivo por y para este trabajo, nunca se me va de la cabeza. Vengo de trabajar en la obra a destajo con mi familia, nunca he visto un tutorial ni he dado un curso. Si no he tenido internet hasta hace tres años. Aunque ahora tenga que echar 24 horas no me preocupa. Todas las horas que echo son siempre pocas para mí y nunca estoy satisfecho», explica el artista. De hecho, entre las obras descartadas que hay en su taller, algunas apenas tienen una pequeña muesca, inapreciable casi al ojo. «O está perfecta, o no va a salir de aquí», se encarga de zanjar la conversación.

–¿Por qué hace todo esto solo?

–Creo que es por una cuestión de presión y porque me siento más cómodo haciéndolo yo. Este concepto es mío y solo mío, mi visión no es hacerme millonario con esto y sé que voy a hacer una obra limitada. Yo no voy a mandar nunca a una fábrica que hagan mis esculturas. Cuando yo tenga 70 u 80 años y no pueda esculpir más, no habrá más obra mía. ¿Está bien eso? No lo sé, pero solo digo lo que hay. Para mí la obra la tiene que crear siempre el artista. Y me parece muy legítimo quien piense de otra manera, no lo critico. Mucha gente me machaca por esto, pero es la puta realidad. Tú te compras un cuadro, salvando las distancias, de mi querido paisano andaluz Picasso y no quieres que lo haya pintado otro. Porque te parecerá una mierda. Pues eso me pasa con esto.

–Pero es que va a llegar el momento en que si deja de hacerlo, alguien le copiará y será el que se lleve el rédito económico de hacerlo usted.

–Hay gente que ya hace con impresoras 3D cosas muy parecidas, y la verdad que es algo dulce y amargo. Porque eso es que lo estoy haciendo de puta madre, que se fijen en ti es la primera señal. Pero, por otra parte, y no sé si lo puedes poner, pero son unos hijos de puta. Yo no concibo hacer esto fuera de aquí, tío. No me veo encerrado en un estudio ni en una nave en Madrid, que me lo han ofrecido. Necesito salir, no oír nada. Mira, escucha: solo se oye el viento. Yo esto es lo que necesito todos los días, despertarme y estar aquí tranquilo, porque sino para mí es imposible. Yo ya tengo bastantes problemas en mi cabeza como para que venga alguien a calentármela.

Que lo artístico es el motor de todo lo que hace el escultor por encima de lo económico, lo explica el hecho que él sea el encargado de conseguir todas las piedras que se ven en sus obras –aunque hasta en tres ocasiones rehúye la pregunta sobre cuánto le cuesta comprarlas– y que, en sus inicios, los polos de menor tamaño –de unos 60 centímetros– los vendía a 100 euros. «Mi falta de ambición económica es lo que me ha permitido llegar aquí. Al principio vendía mis obras a 100 pavos porque el hambre es muy malo. Sé que hay mucha gente que dice que su obra es muy importante, pero la obra está para venderla, hacer otra y poder llenar la nevera», concluye este gaditano-malagueño.

Y su pick up vuelve a hacer al camino inverso hacia Estepona por los mismos caminos de tierra. El mismo que previamente ya han hecho sus esculturas.





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